Punto de mira

Por Silvia N. Barei

Punto de mira

Tan pobre es mi memoria visual que solo recordé una fotografía que Gannon le tomó”, dice Borges en La otra muerte”, al nombrar al entrerriano don Pedro Damián, protagonista de este relato. Borges señala dos cuestiones importantes: la imposibilidad de la memoria de retener todo y la capacidad de la fotografía de ser justamente un documento de vida.

Cualquiera puede afirmar que este es, por otra parte, un hecho muy común en nuestra cotidianeidad. No conocemos lugares o sucesos directamente sino por medio de una fotografía; no tenemos recuerdos de nuestra infancia o alguno de nuestros mayores si no es por una fotografía; no sabríamos de las inmensas cosas que suceden en el inmenso mundo si no fuera por una fotografía.

Siempre una escena en fragmentos de vida anterior forma parte de nuestros recuerdos: poseemos fotografías viejas que tal vez ahora solicitan preguntas y desencadenan recuerdos, pero en su momento expresaban deseos, modas, encuentros, frustraciones, entusiasmos, malos entendidos, inquietudes.

Por ello recordamos cuando nos regalaron la primera cámara de fotos.

Talento para la máquina en aquel glorioso momento: diría poco y nada.

Virtudes de la práctica: allí sí, muchas. En primer lugar, la de mantener intacta la imagen que en unos pocos días se le hubiera escapado a nuestra mente. Aunque fuese un papel que de a poco se volvía amarillento y opaco.

Joseph Niepce es considerado el primer fotógrafo, ya que, en 1827, inventó cómo fijar las imágenes. Luego le seguirían el inglés Talbot, inventor del calotipo (método fotográfico basado en un papel sensibilizado con nitrato de plata y ácido gálico); luego Yves Daguerre, cuyo nombre indica otro tipo de técnica fotográfica; Félix Nadar, Courbet y Bayard. Es decir, aquellos que solemos llamar los pioneros”, los padres fundadores. Y casi junto con la nueva profesión aparecería una especialidad: el fotoperiodismo.

En 1854, y por vez primera vez, el fotógrafo inglés Robert Fenton cubre una guerra, la de Crimea, utilizando un estudio móvil llamado «furgón fotográfico». Inicia así una ocupación en la que no serían ajenas, y desde el inicio, también las mujeres.

De familia judía y convicciones feministas y socialistas, Gerda Taro nació en Stuttgart, Alemania, el 1 de agosto de 1910. Con el ascenso de Hitler al poder tuvo que huir a París, donde conoció a quien se convertiría en su pareja, Endre Friedmann. En 1936 la encontramos cubriendo la Guerra Civil en España. Porque esta guerra habría de convocar a muchas mujeres al frente, sobre todo del lado Republicano. Una de sus fotos más famosas enfoca a una miliciana practicando tiro: traje de fajina, rodilla en tierra, brazo con revólver apoyado en la otra rodilla. Greta y Endre idearon una curiosa treta para dar a conocer muchas de las fotografías de la guerra: inventaron a quien luego sería uno de los más famosos fotógrafos americanos, Robert Capa, el mejor periodista de guerra de la historia, quien, en realidad, no existe.

La icónica imagen Muerte de un miliciano” es una de las fotografías más conocidas de Capa, fue tomada el 5 de septiembre de 1936. Nombrada en inglés como The Falling Soldier”, muestra la muerte de Federico Borrell García, un miliciano anarquista captado por la cámara en el momento mismo en que lo atraviesa una bala.

Como sucedía por aquellos tiempos, muchas veces las mujeres reporteras de guerra tuvieron que retratar las penurias usando nombre de hombre. Varias de las fotos de Gerda Taro quedaron a nombre de Friedmann, aunque se cuestiona que haya sido él quien tomó la foto atribuida a Capa, porque parece tener el estilo de ella, más emocional, más humano», explica una biógrafa.

Emocional y humana sería la descripción perfecta para la fotografía que este año ganó el primer premio que otorga el concurso más prestigioso del mundo: el Word Press Photo. Y el autor es el fotoperiodista cordobés, radicado en Barcelona, Pablo Tosco.

Con Júlia Serramitjana, periodista especializada en comunicación, participa en una ONG de cooperación para el desarrollo, referente en el análisis y la denuncia de las desigualdades y las emergencias humanitarias apoyando a entidades que trabajan con mujeres y migrantes. La imagen distinguida retrata a Fátima en un bote junto a uno de sus nueve hijos. A ella no se le ve la cara, pero sabemos por Pablo que es una mujer yemení que todos los días sale en su bote, aguas adentro del golfo de Adén, para procurarse el sustento. Fatima estuvo recluida en un campo para personas desplazadas por las guerras, y cuando volvió a su pueblo arrasado, compró redes y un bote con el poco dinero que tenía ahorrado, con el fin de retomar el negocio familiar: la venta de pescado”, cuenta Pablo en una entrevista, aclarando que la actividad con la que Fátima se gana la vida está dominada por los hombres en Yemen. Lo de ella es un legado. Está abriendo con mucho esfuerzo y dignidad un camino para que lo continúen otras mujeres, otras familias (que) siguen apostando y preservando la vida”. También apuesta a la vida el niño que en la fotografía mira de frente a la cámara, como no puede hacerlo su madre.

Sabemos que uno de los primeros fotógrafos que utilizó el registro fotográfico para la denuncia social fue el estadounidense Lewis Hine. Visitó las fábricas y las granjas, desde Massachusetts hasta Carolina del Sur para contar la explotación laboral de casi dos millones de niños proletarios o inmigrantes. Y tomó, por supuesto, imágenes estremecedoras, convencido de que la fotografía podía servir para despertar conciencias, al mostrar las injusticias del mundo. Porque tal vez las imágenes que más conmueven sean siempre las de niños, las que más nos impactan por las miserias humanas que nos muestran.

Cómo no recordar Niño hambriento y buitre”, una fotografía que señaló al mundo el hambre y la pobreza en África. Al momento de ser fotografiado, en 1993, el niño sudanés se arrastraba a duras penas hacia un campamento de alimentos de las Naciones Unidas. El fotógrafo Kevin Carter ganó el Pulitzer por esta imagen, aunque tres meses después se suicidó. Dicen que recibió críticas mal intencionadas e injustas. Yo creo, más bien, que no pudo soportar lo que con palabras de Borges llamaríamos un escándalo de la razón”.

Y allí está también el cuerpo de Alan Kurdi, el niño sirio de 3 años muerto en el naufragio de un barco de refugiados, en septiembre de 2015. La foto, tomada por Nilufer Demir, se convirtió en el símbolo del drama de los expulsados por las guerras.

También recordamos a la Niña afgana de ojos verdes”, (Steve Mc Curry), a La niña quemada por napalm” (Nick Ut), a la Niña llorando en la frontera” (John Moore), a los grandes ojos de los niños aborígenes Qom en las fotografías de lo que se llamó la masacre silenciosa” y a la muestra Barriletes” de Anna Zych en Córdoba.

En su fijeza, las imágenes exhiben lugares de pérdidas y de vulnerabilidad como punto de partida. O, mejor dicho, como punto de mira. Exponen en primera persona historias reales, historias que alguien ha vivido en carne propia y que dejan al desnudo el núcleo vivo de lo narrable, es decir, las energías vitales, la sangre, los sentimientos, el abandono, la indefensión diaria.

Lo que parece quedar afuera es una realidad que puede imaginarse y por ello puede ser interpelada, reclamada, denunciada, aquello en donde fluyen presentes y ausentes y que la cámara también exhibe en su reverso, al dejar voluntariamente que esas miserias la atraviesen.

El filósofo John Rajchman habla de la ética de la estética: pide un saber que no se ocupe de juzgar y de otorgar valor a las obras, sino que trate de entender las maneras en que el arte se vuelve sensible y nos permite reflexionar sobre nuestra humana condición.

En una época en que la selfie” parece ser lo más adecuado para sostener una relación solo con uno mismo, producir una imagen fuera de sí abona la posibilidad de una reflexión sensible como responsabilidad por el otro y por el entorno que nos rodea. Como un movimiento de expansión del arte a la experiencia, estas figuras abren espacios políticos, cuestionan, plantean preguntas a la sociedad.

En esta perspectiva, la estética fotográfica se lee como una apelación a los afectos y a la reflexión, a la consideración de los efectos sorpresivos, enigmáticos, maravillosos y dolorosos al mismo tiempo, de las formas diferentes de habitar el mundo.

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