José Saramago y las crónicas políticas de Extra

Por Miguel Koleff

José Saramago y las crónicas políticas de Extra

Aunque parezca de perogrullo, no se puede vivir sin comer y para comer hay que ganarse el pan. La excepción es clara en algunos casos pero no en el que nos ocupa, el de José Saramago que recién en los últimos años de su vida gozó de un cierto confort y una despreocupación económica. Nacido en un hogar humilde y sin casa propia, tuvo que efectuar un largo derrotero para vencer la carestía y alcanzar un lugar en la sociedad más o menos acorde a sus ambiciones personales. Es este hecho el que explica que en los 70 –cuando todavía no era el autor consagrado que hoy recordamos- se viera vinculado a la prensa gráfica de manera autodidacta a raíz de algunos contactos que le brindaron esa posibilidad.

Lo que sigue en su biografía es algo más o menos conocido, sobre todo para los lectores que acompañaron su recorrido en estas lides. Trabajó en el Diário de Lisboa en el bienio 72-73 escribiendo notas de opinión que –aun con censura previa- fueron caldo de cultivo de la revolución de 1974 a la que sumó sus esfuerzos. Durante el PREC (Proceso Revolucionario en Curso) que siguió a la gesta del 25 de abril fue convocado por el Partido Comunista al que estaba afiliado para ocuparse de la vice-dirección del Diário de Notícias, por aquel entonces un medio estatal al servicio de la comunicación pública y tal vez, el más importante. Desde ese lugar, en 1975, las editoriales firmadas en consonancia con el oficialismo no le ahorraron problemas, sobre todo a partir del sexto gobierno provisorio cuando el escritor dejó de sintonizar con sus proclamas. Este desentendimiento es el que explica haber quedado cesante en sus funciones al consumarse el «golpe» del 25 de noviembre y ser declarado «contrarrevolucionario». Enojado con las circunstancias políticas del país y principalmente con el PC que le soltó la mano en momentos álgidos, el autor toma la histórica decisión de abandonar el periodismo para ocuparse de la ficción. Es cuando empieza a gestarse Levantado del suelo, la novela que en 1980 volvería a posicionarlo públicamente pero, esta vez, en el marco de la literatura portuguesa.

Difícil es para alguien que no tiene una red de contención económica (ni campos de soja por detrás) hacerse el gallito y desincumbirse de deudas y responsabilidades. De este modo, mientras iba creando espacio alrededor de un nuevo proyecto en el que la narrativa ganaría forma y estatus, continuó ligado esporádicamente a la prensa gráfica a través de notas y de traducciones que le encargaban, las que no eran tantas ni tan profusas por su pasado reciente y el costo de su militancia confesa. Lo cierto es que algunos reducidos medios que conservaban intacto el fervor revolucionario de los primeros tiempos lo siguieron contando entre sus filas y este es el caso del Jornal Extra que se hizo de sus colaboraciones entre el 77 y el 78.

Puede pensarse y no sin justa razón, que la escritura de ese período no tiene el vigor intelectual de las precedentes por estar su autor desvinculado de los avatares sociopolíticos que lo tuvieron como protagonista. Sin embargo, una hipótesis de este tipo pierde de vista algunas ventajas del nuevo escenario: el cronista asume su tarea entrenado más que nunca en los procesos de argumentación, se encuentra liberado de cualquier responsabilidad partidaria y tiene la oportunidad de dar rienda suelta al desdén que le despierta el gobierno de turno sin concesiones de ninguna especie.

Viene de esta época el desentendimiento de José Saramago con Mário Soares por una causa que la propia historia política explica. En 1976 se celebraron los primeros comicios electorales después de la recuperación de la democracia. El Partido Socialista accedió al poder en connivencia con la derecha y ya en el ejercicio de la magistratura, se encargó de borrar con el codo lo que escribió con la mano durante el proceso revolucionario, acercándose peligrosamente al fascismo. En esa circunstancia, nadie más encumbrado que el Primer Ministro para constituirse en chivo expiatorio de su diatriba ya que –además de ser el líder natural del PS – resultó investido de autoridad a través de las urnas.

Las crónicas de Extra se tiñen de un espíritu combativo que hace foco en el poder gobernante. Aunque tiene el lápiz bien afilado, Saramago sabe que no puede ir a contracorriente de la decisión popular pero que tampoco puede abandonar sus convicciones sin plantear otros puntos de vista. Por este motivo, perfila su trabajo con hondura evitando ser panfletario pero aguzando la interpretación hasta la minucia. Recurre entonces a algunos atajos discursivos para contornar su crítica más desabrida habilitando otras vías de lectura de los mismos hechos. Pone así de moda el retruécano («País real, real país»), la metáfora («Las rosas») la pregnancia de los símbolos («La cabeza») y la potencialidad evocativa de algunas imágenes («La mano del finado») como parte de un estilo personal que aproxima la opinión fundada al decir literario.

Si bien es cierto que del total de 31 notas publicadas entre el 23 de julio de 1977 y 25 de mayo de 1978 hay un único tema que se repite de manera ostensiva y que es el de la traición del socialismo a sus ideales una vez instalado como fuerza, el encadenamiento discursivo elegido y la gala de recursos empleados dotan de originalidad el abordaje y lo hacen atractivo y perspicaz al mismo tiempo. El caso de «Furtiva lágrima» es ejemplar en este sentido. El texto fue publicado el 26 de agosto de 1977 y hace foco en una lágrima que derrama el primer ministro cuando –en un acto público de homenaje a Manuel Mendes «finge» emocionarse por su recordación. Saramago nos recuerda a este hombre de la cultura como un antifascista, es decir, alguien completamente ajeno al partido gobernante pero que Mário Soares quiere asimilar a sus huestes por interés o conveniencia. El problema no es la celebración en sí que es protocolar por naturaleza y que le cabe a cualquier funcionario en el ejercicio de su rol, sino la lágrima vertida porque ésta banaliza los acontecimientos, confunde los terrenos, nos hace creer que todo es lo mismo y que de repente, se pueden sintonizar voluntades deliberadamente enfrentadas.

Para el escritor, este gesto del primer mandatario se inscribe en la «teatralización de la democracia» o la «espectacularización de la política» con las que se busca construir consenso y adhesión sirviendo –en la práctica- sólo para enaltecer su hipocresía. Un ojo avizor sabe que por detrás de esta fachada no pueden soslayarse los entuertos que se disfrazan: la relación sellada con el pasado dictatorial, la traición al proyecto socializante inscripto en la Constitución, la reasignación de prebendas a la oligarquía terrateniente y tal vez, lo más grave, el repudio y humillación de las clases populares a través de una violencia permanente más o menos ostentosa según las circunstancias. Queda claro –en consecuencia- que las crónicas de este semanario invitan a encontrarse con el autor que todos conocemos pero desde un lugar inimaginable costurando la historia mínima de su país con un compromiso inquebrantable que sería por siempre su adalid.

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