Verá usted que este texto cuenta con solo 1.000 palabras, por lo que las mismas debieron ser muy bien elegidas. Importa conocer este dato para entender que la responsabilidad de escoger cada vocablo utilizado fue muy grande, y más si se tiene en cuenta que el artículo forma parte de la edición especial del aniversario 24 de Hoy Día Córdoba. No se pudo cometer ningún eror hortográfico o tpear mal, ya que los mismos quedarían impresos de manera permanente mientras la lignina en el papel del diario se oxida y lo vuelve amarillento, o hasta que el periódico pase a su estadío evolutivo superior, como envoltorio de huevos o leña para el carbón.
O apuntamos a la perfección o fracasamos. Cada palabra escrita debe ser un disparo certero al cerebro de los lectores, que les ayude a potenciarse como personas y a mejorar sus comunidades. Obtendremos también, de esta manera, un medio que nos satisfaga como profesionales de la comunicación. No podemos aspirar a menos.
Pues entonces, recapitulando, es imprescindible dedicar tiempo y esfuerzo a elegir las palabras que queremos para lograr los efectos que buscamos. Requiere de técnicas sofisticadas conseguir este fin. Interpretación aguda, buena gramática, ortografía, comprensión de contextos de enunciación, publicación y recepción activa, todo eso zambullido en un muy largo etcétera. Tarea tan imposible como necesaria. Todo esto es complejo”, solemos decir los profesionales de Comunicación al respecto, cuando no tenemos la lección al día. Y solo los grandes maestros logran domar a las palabras -tras años de duro entrenamiento- que muchas veces esconden doble sentidos, ironías, ambigüedades, juegos (por ejemplo, léase las primeras letras de las primeras oraciones de esta nota para encontrar el secreto de la felicidad).
¿Y todo para qué? Para satisfacer esa gran frustración que tenemos por estar separados. Comunicación es el nombre que le dimos a la precaria forma que nos tocó para estar un poquito más cerca entre nosotros. Esa maldita monarca totalitaria que se mete en todo (acciones, emociones y relaciones) logra cosas increíbles. Decir las palabras correctas en el momento preciso pueden despertar a alguien de un coma, como le pasó al cordobés al que le cantaron al oído Amor Pecador” de Carlitos Jiménez; curar el sufrimiento en la sala de terapia psicoanalítica o perdonar los pecados en un confesionario. Quizás el ejemplo más extremo al respecto sea la palabra abracadabra” que, según el libro Liber Medicinalis” del romano del Siglo II, Quinto Sereno Sammonico, era una palabra con poderes curativos inscripta en un amuleto que los gnósticos debían llevar colgado al cuello para luchar contra enfermedades mortales. Este dióxido de cloro de la época probablemente no haya funcionado, ya que las palabras no crean una realidad por fuera de lo social, pero sí le dan forma.
Pero las palabras también pueden dañar, enfermar y matar. Somos una especie marcada por la violencia. Nunca nadie asesinó tanto para sobrevivir, imponerse o divertirse como lo hacemos hoy. Matamos bacterias, insectos, plantas, animales, embriones, personas y ecosistemas completos. Matamos, matamos y matamos. Somos muy violentos. Esto no es un juicio de valor. No es que esté mal o bien ser violentos o matar, sino que, simplemente, somos eso -aunque no solo eso, por supollo. Y en nuestras palabras también está tejida esa agresión.
El problema se torna mayúsculo cuando lo que se dice, empapado en violencia, salta hacia el debate público de forma planificada y tiñe a la política con ese barniz como regla para la victoria.
Eso, sumado al contexto de excesiva información mediática con la que nos atragantamos todo el tiempo, parió hace unos años a un grupo de gente que se excita gritando y puteando estridentemente frente a la cámara, vociferando verdades absolutas con remate martinfierrero ¿Por qué? Porque llaman la atención de las audiencias de una forma ridículamente fácil. El botín, nuestra atención, es de ellos sin ninguna resistencia. Engañosos titulares sobre cuestiones políticas que aluden a que Fulano destrozó a Mengano» abundan en clics de espectadores sedientos de un espectáculo de circo romano que nunca es tal.
Por otra parte, están nuestras redes sociales, la comunicación audiovisual y las tecnologías móviles. Por el uso que les damos, estimulado por su diseño, nuestro tiempo de atención se desplomó de 12 a ocho o cinco segundos en promedio durante los últimos 20 años. Esto quiere decir que la persona que lea este artículo seguramente habrá apartado la mirada varias veces para ver su celular u otra pestaña del navegador de Internet o para sacarse un moco y contemplarlo. Dicho factor torna más cruenta la batalla por nuestra atención. Ya no hay tiempo para tediosas reflexiones ni análisis, por lo que un señor que se presente con una estética de shock y se convierta en tendencia en alguna red social es un éxito comunicacional. Asimismo, quien lo ve, comienza a pensar que esta persona es esencialmente diferente a los demás, siendo honestos, todos los gatos son más o menos pardos.
Pero vamos de vuelta. Esto no intenta ser una reivindicación de un pasado ideal, donde todos éramos felices en las cenas familiares, hablándonos con respeto cara a cara sobre lo que habíamos leído en el diario. Esta nota, más bien, intenta llamar la atención sobre qué ocurre hoy en los medios y preguntarnos qué vamos a hacer al respecto, porque esta forma de comunicar llegó para quedarse y está formando la comunidad en la que vivirán nuestros hijos. La violencia en el discurso público hace metástasis a una velocidad y profundidad que aún no podemos dimensionar. Es cierto que hay muchas razones para salir a faltarle el respeto a mucha gente que vive como si fuera ciudadano ilustre del universo. Pero también existen muchísimas más razones para bajar un cambio.
Frente a un fenómeno que se modifica tan vertiginosamente no existen fórmulas generales que aplicar, pero podemos intentar algunas cosas. En el capítulo seis La casa árbol VI” de la temporada siete de los Simpsons, las estatuas de Springfield cobran vida y comienzan a destruir la ciudad. Todo termina cuando los ciudadanos se dan cuenta de que los monstruos mueren cuando dejan de prestarles atención, salvo uno que tiene una rosquilla gigante al que Homero no puede dejar de mirar. Finalmente, son Lisa y Bart quienes se lleva a Homero de las manos y, en ese momento, el gigante de la rosquilla cae al piso. Quizás sea hora de reapropiarnos de nuestra atención y comenzar a producir nuestros propios mensajes. Tal vez, de este modo, los monstruos vayan cayendo de a uno.