En una conferencia pronunciada en Bérgamo (Lombardía) en 1999, José Saramago reveló algunos datos curiosos de su biografía que ahora –en oportunidad del Centenario de su nacimiento- salieron a la luz y se generalizaron. Precisamente, en la página 25 del álbum autobiográfico aparecido este año se reproduce una cita de la novela “El año de la muerte de Ricardo Reis” (1984) correspondiente al capítulo 14 y más abajo, la reconstrucción de ese contexto.
Vamos pues a las citas:
“Ricardo Reis bajó el cristal, miró hacia fuera. Una vieja, descalza, vestida de oscuro, abrazaba a un mozuelo flaco, de unos treces años, y le decía, Hijito, hijito, estaban los dos a la espera de que el tren se pusiera de nuevo en marcha para poder atravesar la vía”. Bien, por más increíble que les parezca, ese muchacho de trece años que se bajó del tren en la estación de Mato de Miranda en 1936 era yo. Es cierto que hoy, después de tantos años, me resulta imposible recordar si un señor con cara de médico y de poeta permaneció ahí mirándome mientras yo abrazaba a mi abuela, pero si Ricardo Reis declara haberme visto desde la ventanilla del tren, ¿quién soy yo para tener la audacia de afirmar lo contrario?”
Según queda evidenciado en el primer extracto, hay un registro perceptivo de Ricardo Reis mientras se dirige a Fátima, con el que José Saramago puede identificarse, vista las trazas de los sujetos descriptos. Ahora bien, más allá de la validación de los rostros y las vestimentas que pueden o no coincidir, el problema de este pasaje radica en que no hay credenciales suficientes para asignarle valor y fiabilidad por provenir de un heterónimo de Pessoa y no de un ser humano de carne y hueso. Eso no nos hace ignorar otras implicancias que no pueden ser descartadas fácilmente ya que este viajero que se dirige ahora a Santarém retornó a su país venido de Brasil en un barco de la Mala Real inglesa que arribó en diciembre de 1935. Mientras estuvo a bordo, pidió prestado un libro en la biblioteca y avanzó algunas páginas de la novela “The God of Laberynt”, de Herbert Quain, adentrándose, por primera vez en su vida, en los meandros ficticios de ese autor. Si partimos de la evidencia de que el libro –así como sucede con el heterónimo- no existe ni existió nunca, estamos expuestos a dos alternativas: o no le creemos nada al Saramago que se vio contenido en esa imagen de la novela o, por el contrario, le creemos todo, y convalidamos –no sólo la anécdota- sino también al autor y al libro que distrajeron por igual al personaje.
Intentemos afinar el lápiz para ser más claros. La elección del ejemplar por parte de Ricardo Reis no resulta del todo vana si consideramos que, en 1941, Jorge Luis Borges pone en alza tanto al autor como al título en un trabajo denominado «Examen de la obra de Herbert Quain» (incluido en «El jardín de los senderos que se bifurcan»). Herbert Quain comparece como personaje en la antología de Borges y, por lo tanto, sujeto a la ilusión narrativa que se traduce en un pacto con el lector. Nuestro autor nacional comienza señalando que el escritor «ha muerto en Roscommon» y que la noticia ha sido transmitida por dos importantes diarios ingleses; a continuación, esboza una suerte de historiografía literaria pasando revista a los principales títulos de su obra. Sobre el final, en el que alude a su propia creación, «Las ruinas circulares», deja entrever la ficcionalización que está en la base constructiva del cuento. “The God of Labyrint” es el primero de sus títulos y tal vez, el menos notable. El tono de la narración es armonioso y muchas veces evoca los contactos que su autor ha mantenido con escritor a lo largo del tiempo: «Soy como las odas de Cowley, me escribió desde Longford el 6 de marzo de 1939».
Hasta ese cuento de Borges nadie ha sabido nada de Herbert Quain. Nadie podría saberlo, por otra parte, ya que su creador es quien lo puso en escena por primera vez en esas páginas (luego recogidas en “Ficciones”, de 1944). Saramago apuesta a un juego literario muy inteligente cuando decide recuperar el dato suelto del libro borgiano y apropiarse de él para ponerlo en relación con su personaje. Todos sabemos que Ricardo Reis –en tanto heterónimo de Pessoa- tenía una existencia virtual sujeta a la existencia real de su creador. Cuando éste desaparece, en 1935, tendría que haber muerto con todos los demás por razones «naturales». Sin embargo, al tratarse de un sujeto ficcional cuya vida es de papel (Ricardo Reis es el autor de las “Odas”, y nada más que eso, pese a su biografía imaginaria) es posible continuarle la existencia y autonomizarlo en un acto creativo. El ensayo es audaz pero posible y así lo encaró el nobel portugués al constituirlo en personaje de una de sus novelas.
Por eso se impone diferenciar al heterónimo del personaje y no confundir una cosa con la otra, aun cuando estemos hablando de lo mismo y del mismo sujeto.
El personaje saramaguiano llamado Ricardo Reis es el que se depara con la existencia de Herbert Quain en el barco en el que venía navegando cuando pide prestado “The God of Labyrint”, pero no lo leyó completo, sólo se limitó a algunas páginas (aquellas que convalidan la información borgeana) y se olvidó de devolverlo al llegar a destino, confundiéndolo entre sus efectos personales. El desenlace es lo más gravoso de todo, porque –aunque consciente de no pertenecerle en sentido lato- decidió llevarlo consigo cuando acompañó a Fernando Pessoa al cementerio para deshacerse en espíritu.
Atendamos bien el efecto retórico de la apuesta saramaguiana, porque es casi perfecta. Recupera al heterónimo de Pessoa y lo inviste como personaje para darle una muerte física semejante a la de su creador, sólo que nueve meses después y en un contexto político de contundencia, al tiempo que hace desaparecer al libro borgiano, configurándole un destino semejante al de su creatura.
Como por arte de magia, el autor portugués costura dos tradiciones literarias y las pone en relación, basándose en el estatuto de lo imaginario mismo, que se revela por asociación estética.