Andrea Sabatini y la pulsión anacrónica

Por Esteban Maturin

Andrea Sabatini y la pulsión anacrónica

“El único que falta. Córdoba en 1850”, de Andrea Sabattini. Ediciones del Boulevard, 2022

Córdoba ha asumido la construcción de algunas tradiciones literarias, con fuerte sello propio, autóctono, en el mejor y más amplio sentido de la palabra. Y ese énfasis, ese impulso en la construcción de una literatura afincada, enraizada en un suelo y con un carácter propio y específico, es saludable y no sólo para esa tradición que se expande sino para todo el conjunto de la construcción literaria hecha en Córdoba: con fuerza, desde hace ya algunos años, viene emergiendo entre nosotros la novela histórica.

No digo que seamos los únicos. Ni siquiera estoy seguro de sí, cronológicamente, hemos sido de los primeros. Pero sí ha sido este uno de los lugares donde se la ha cultivado con esmero. Y no en una única línea, sino en un abanico de temas, personajes y períodos.

De estos últimos, entre nosotros sobresalen las miradas que se detienen en los años que promediaron el siglo XIX, cuando se discutía y se luchaba por la forma en que terminaría tomando la organización de ese nuevo país, tan joven. Un eslabón en esa cadena de construcción literaria que viene emergiendo entre nosotros desde hace un poco más de treinta años es “El único que falta”, la novela de Andrea Sabatini, que explicita y remarca ese período central: “Córdoba en 1850”, dice su subtítulo.

Busco aquel ensayo temprano del profesor György Lukács que marcó los límites y terminó por definir el objeto escritural que conocemos como novela histórica: Lukács quería, precisamente, deslindar estas búsquedas narrativas de aquellos viejos novelones dieciochescos, que también apelaban al marco histórico, pero con objetivos moralizantes más que literarios.

Frente a ellos, Lukács sostenía que la novela histórica debía encontrar una manera cierta, una visión verosímil de contar el argumento sobre el que se estructuraba: convencer al lector de su historicidad objetiva, por así decirlo. Y esto está aquí plenamente logrado: encontrarán en estas páginas un retrato social. Un retrato complejo, con imágenes, olores, claroscuros. Un retrato de costumbres de una sociedad en movimiento en una geografía y en un tiempo concreto. Un retrato verosímil.

Para que esa verosimilitud, al leer la historia, se constate, decía el profesor Lukács que hacía falta un sentido histórico de la época, una revitalización del pasado con una proyección y una pretensión sincera, realista, y que para llegar a ello había que apoyar el texto ficcional en un abundante y aceitado marco bibliográfico y crítico. También en esto Andrea Sabattini opta, como en su subtítulo, por el camino explícito, y al final de la historia que desgrana la novela -además de un par de docenas de términos extraídos del vocabulario ranquel, que se cuela, junto con algunos personajes que lo hablan, en el medio del texto-, una treintena de obras de referencia y de consulta que vienen a apuntalar no sólo la condición de verosimilitud del relato, sino a mostrar las fuentes de las que la novela se ha servido para intervenir, desde sus páginas, en un debate político e ideológico que, a diferencia de lo que podría suponerse, dado el tiempo transcurrido desde entonces, permanece abierto y lejos está de cerrarse.

Si se toma un diálogo, de los muchos con tono álgido que salpican el relato, como el de la página 62, por ejemplo: “- Urquiza quiere una constitución, federalista, pero constitución al fin, y eso deja ver cierto grado de civilidad -acota Gregorio-. Rosas, en cambio, quiere gobernar las provincias como si fueran el patio trasero del palacio de San Benito, a puro antojo nomás. El comentario enerva a Fermín. – ¡El salvaje unitario de Urquiza pretende servirle en bandeja la Nación al emperador brasileño, como si de una prostituta se tratara!”. Sólo copio estas dos líneas, porque son reveladoras: si se cambiaran los nombres de Urquiza y Rosas por otros, y se asociaran los términos “republicanos” o “populistas” al diálogo, la actualidad del mismo sería inexcusable. Y si, además, se advierte que esa discusión se da entre un padre y un hijo, en una sobremesa familiar, podría ser el retrato de tantas mesas familiares de domingo de nuestro tiempo.

Y este elemento, esta capacidad de retratar el hoy contando el ayer, es otro de los puntos anotados por György Lukács en aquel ensayo fundacional sobre los límites y las características de la novela histórica: su posible aplicación -mutatis mutandis- al día de hoy.

Además, la novela de Andrea Sabattini es una novela de personajes. Hay una galería de rostros, de cuerpos y de personalidades, entrañables. Retratados con minuciosidad, con cariño, pero también con el desapego objetivo del narrador que no empuja los defectos del cuerpo y del alma hacia la prudente oscuridad de debajo de la alfombra, sino que los deja a la luz, expuestos, armando con los buenos y los malos momentos, los encuentros y desencuentros, con las amistades y los recelos, con los instantes de dicha y los largos tránsitos de sinsabores, armando, digo, con todos esos retazos las colchas de vidas reales, vidas vividas. Vidas soñadas, y también vidas perdidas.

Una novela histórica canónica para los teóricos del género, a la que aportan giros argumentales atemporales (el amor, la seducción, la lealtad y la traición, la pasión militante, la cerrazón del conservadurismo social, la espera confiada, la paciencia del amante de verdad, el egoísmo materno, el patriotismo sincero, o el valor), hasta reacciones discursivas y sentimentales anacrónicas: ese punto de anacronismo, de temporalidad pasada que nos recuerda, como suelen anunciar algunos avisos legales, que toda similitud con la realidad contemporánea es fruto de la casualidad. Aunque, al leerlo detenidamente, no lo parezca.

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