Bajo el imperio de Tánatos

Por Juan Pablo Goñi Capurro

Bajo el imperio de Tánatos

Deja apenas la nariz sobre la línea del agua, amaga hundirse por completo, la espalda resbala por el acrílico. Hace palanca con los pies, detiene el movimiento. No sumerge la cabeza. Apoya los brazos en los bordes de la bañera y se yergue. Lleva el cabello hacia atrás, lo junta tras la nuca; lo escurre, preocupada. Es la cuarta vez consecutiva que le sucede; en los últimos cuatro baños de inmersión ha pensado sumergirse por completo. Para ahogarse, no para practicar un juego de inmersión, como cuando eran chicas y disputaban quién soportaba más tiempo bajo el agua, en la piscina del club Estudiantes. Asustada, Constanza sale rápido de la tina, rodea el cuerpo con el toallón rosa. Se mira al espejo. La cara no muestra síntomas de insania; la mirada es normal, no hay ojos saltones, ni muecas torcidas, la piel no exhibe marcas por haberse agredido con las uñas.

Vuelve la mirada a la bañera, aún llena. Las sales y la espuma del jabón enturbian el agua, flotan algunos pétalos de rosa. Quita el tapón, aguarda a que se desagote. Hace correr agua limpia para eliminar las impurezas y marcas en el blanco. Toca la superficie fría. Es una locura estar haciendo ese estudio, es una tina normal, no posee brazos que tiren de ella para hundirla. La extraña tentación de abandonarse y permitir que el agua la cubriera, vino de su mente, aunque ella no consiga detectar la causa de esa pulsión horrenda. Por lo pronto, decide que en adelante tomará duchas, teme que la seducción sea muy poderosa la próxima vez.

Tranquilizada por la decisión, termina de secarse, se viste cómoda y se dirige a la cocina. El cabello húmedo cae sobre la remera rosada, mojándole la espalda. Le gusta así, nada extraño. Prepara café. Corta rebanadas de pan para meter a la tostadora. Se encontró analizando cada acción, como si estuviera efectuando un trabajo de precisión y no una tarea de todos los días. Sacudió la cabeza. Una conducta sin sentido, ¿acaso buscará una trampa mortal en cada acto cotidiano? Urgente, precisa cita adelantada con la sicóloga. ¿Cómo cuidarse cuando el enemigo es uno mismo?

La sicóloga no atiende, le deja un mensaje. Lógico, mantiene el teléfono apagado durante las sesiones. Unta las tostadas con una cuchara, prefiere no abrir el cajón de los cuchillos; olvida que antes utilizó uno con el pan. Se amonesta, es otra conducta estúpida. Nota que respira mal. Faltan dos horas para que llegue a casa Fabián, según el reloj de la cocina. Golpea el mármol de la mesada con el pocillo vacío, casi lo rompe. Revisa el teléfono, la sicóloga no ha leído el mensaje. ¿Está idiotizada?; ni cinco minutos han pasado. Abandona la cocina, el pulso acelerado, suda. En el dormitorio, echa una mirada a su atuendo; se encuentra presentable, fresca. Mete el celular en un bolsillo trasero del jean, la billetera en el otro. Ajustados, pero entran. A la calle, necesita estar con gente.

Utiliza el ascensor. Normal, ninguna sensación de encierro, ningún ahogo. No es con las cosas, es con ella. El encargado pasa un escobillón por el hall. Lo detesta, es un mirón. Pasa sin saludarlo, como siempre. Irritada, sintiendo los lascivos ojos en la cola, sale a la vereda. Nadie en la calle. Pasa un coche familiar, lento. Retrocede, se pega a la pared. La calle es una amenaza, podría arrojarse delante de un camión u otro vehículo grande. ¿Qué le está sucediendo? Ni siquiera pensó en el suicidio cuando quedó sola, a los dieciséis años. Ahora tampoco lo hace, ella no planeaba matarse cuando entró en la bañera; ¿de dónde provienen esos impulsos ajenos a su voluntad? Se acerca un ómnibus. Percibe la tensión en los muslos, las rodillas, los pies.

La espalda adherida a la pared, de costado como un cangrejo, regresa al portal de su edificio. Imagina al encargado dándose un festín de baba. La indignación la turba. El colectivo termina de pasar, Constanza inicia la marcha en esa dirección, despacio. No la vencerá un apetito absurdo, que no ha ordenado. Si puede controlarlas auténticas tentaciones, si vence los deseos para mantener una dieta o un plan de ejercicios físicos, podrá también con estos impulsos irracionales. Camina con más firmeza. Enredada en su maraña mental, en plena lucha contra un enemigo invisible, no repara en que se acercaba al río. Las barrancas son altas en la zona, no menos de siete u ocho metros, caen a pico.

Se detiene sobre el bordillo, despertando podría decirse. Descubre que está a punto de cruzar la costanera; del otro lado de la franja de asfalto, diez metros de verde, luego el ancho río, visceral, profundo. Ve las barrancas opuestas; yuyales, peñascos salientes, altura. Repentino, le viene un arranque; gira ciento ochenta grados y echa a correr de vuelta a casa. En la primera esquina se aferra a la columna metálica que sostiene las chapas con los nombres de las calles. Jadea. Se produce un claro en la circulación; cubre la calle de un pique. Continúa al trote vivo, en la siguiente bocacalle repite la maniobra.

A mitad de camino, no puede resistir más la puntada en el flanco derecho; le falta el aire, se le ha humedecido la remera con el sudor, marcándole el corpiño y los pezones. Saca el celular del bolsillo, se sienta a boquear en el alféizar de un local. A su lado, una verdulería exhibe frutas y verduras en cajones de madera blanca; un par de señoras la observan con el ceño fruncido. Las pasa por alto, aterrada por la tendencia de un cuerpo que parece autónomo. Procura tranquilizarse, no es autónomo, ha conseguido detener los impulsos. La razón no basta para calmarla, ¿si no lo consigue la próxima vez?

En tanto recupera el aire y la firmeza de las piernas, le surge otro interrogante inquietante: ¿si uno de esos impulsos la atrapa distraída?, ¿cómo lograría contenerlo? Los músculos le hacen sentir la tensión, se dibujan en la carne con invisibles líneas calientes, hinchados. Revisa los mensajes. La sicóloga todavía no se ha enterado de su dramático pedido. Las dos mujeres pasan con las bolsas cargadas de acelga, escudriñándola sin disimulo; vuelven las cabezas cuando se alejaron unos metros, para repetir las negaciones. Tampoco las vio en esta oportunidad, su visión está atrapada por el horizonte tenebroso que avizora.

Ruega que Fabián esté en casa. El encargado ha culminado sus labores, no se encontraba a la vista cuando tomó el ascensor. Pisa la sala, Fabián continúa ausente; siempre deja la chaqueta sobre el sillón, apurado por llegar al baño. Constanza libera los bolsillos traseros, se tiende en el sillón, coloca un almohadón sobre el vientre. Echa un vistazo en derredor; no halla objetos que supongan un peligro, nada puede convertirse en un arma para eliminarse a sí misma. Relaja las defensas. La calma afloja los músculos. Piensa, busca posibles causas. Repasa los problemas a solucionar; nada grave, pocas veces ha tenido su vida tan controlada. Inentendible. En la familia no existieron muertes por mano propia, no se trata de algo genético.

Fabián la encuentra dormida. Le resulta extraño, más la deja descansar; nota que ha traspirado. Halla cálida la sala, abre el ventanal que da a la calle. Ventaja de no tener niños, se dice; nadie a quien cuidar, puede hacerse una siesta tranquilo, en tanto el living se ventila. Escoge acostarse en el cuarto; en el sillón no caben ambos. En cinco minutos, ronca.

Los sonidos se trasladan por el apartamento, llegan a la sala, penetran en el sueño ligero de la mujer dormida hasta despertarla. Constanza se permite una sonrisa, Fabián está en casa, puede distraerse sin temor. Somnolienta, se acerca a la ventana.

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