Belgrano, el gran educador de la Revolución

Por Javier Giletta

Belgrano, el gran educador de la Revolución

Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano (1770-1820) fue, ante todo, un destacado intelectual rioplatense de intachable integridad y firmes convicciones patrióticas, un trabajador desinteresado e infatigable al servicio de la libertad, del progreso del país y la educación de sus habitantes.

Se había formado en las más tradicionales y prestigiosas universidades españolas de aquella época (Valladolid, Salamanca y Madrid). Desde España tuvo la posibilidad de seguir de cerca los acontecimientos vinculados con la Revolución francesa, que estalló en 1789, y esto terminó influenciando decisivamente en la adopción de su ideario liberal.

Regresó al Río de la Plata con el diploma de abogado, al ser nombrado como Secretario del Consulado, que se había creado en Buenos Aires en 1794. A partir de ese momento bregó incansablemente por la libertad de comercio, el desarrollo de la agricultura y la creación de escuelas comerciales, de Náutica y de Dibujo. Sin descuidar su labor en el Consulado, colaboró en el “Semanario de agricultura, industria y comercio” de Juan Hipólito Vieytes, y fundó el periódico “Correo de Comercio” (en marzo de 1810), con el propósito de difundir y llevar a la práctica sus ideas progresistas y de contribuir al desarrollo económico y cultural del país.

Se trataba sin dudas de un personaje multifacético, un hombre de leyes con una refinada formación jurídica, un activo y lúcido economista y periodista, un sagaz político y diplomático a quien las propias circunstancias y urgencias de la lucha emancipadora le obligaron a asumir y dirigir misiones militares para las que no estaba preparado, y en las que cosechó tanto éxitos como fracasos.

Generalmente es recordado por haber sido el creador de nuestra bandera nacional (que fue enarbolada por primera vez en las barrancas del río Paraná, a la altura de Rosario, en febrero de 1812), y también por los triunfos obtenidos al frente del Ejército de Norte en las batallas de Tucumán (1812) y Salta (1813), que sirvieron para contener la contraofensiva realista lanzada desde el norte; pero suele soslayarse que Belgrano comprendió como pocos el valor de la educación, proponiendo tempranamente el establecimiento de escuelas gratuitas de primeras letras en todas las parroquias, para poder brindar una formación básica a los niños pobres, y también para los afrodescendientes y pueblos originarios, llegando incluso a propiciar -contra las costumbres de la época- que las mujeres recibieran una educación formal. Por ello, puede afirmarse que Manuel Belgrano fue el primer gran impulsor de la educación pública, gratuita, igualitaria e inclusiva en nuestro país.

Su interés por lo educativo era tan ostensible que decidió donar el dinero (unos 40.000 pesos) con el cual el Gobierno lo había premiado por la victoria lograda en la batalla de Salta, a fin de facilitar la construcción de “cuatro escuelas públicas” en las ciudades de Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero, que por entonces carecían de una institución “tan esencial e interesante a la religión y al Estado”. En ellas debería enseñarse a “leer, escribir, aritmética, doctrina cristiana y los primeros rudimentos de los derechos y obligaciones del hombre en Sociedad hacia ésta y el Gobierno que la rija”.

Se conoce que aquella iniciativa belgraniana debió esperar casi dos siglos antes de hacerse efectiva. En cambio, poco y nada se sabe acerca del Reglamento que don Manuel redactó para el adecuado funcionamiento de aquellos establecimientos, cuyo articulado denota claramente cuál era la concepción que el autor tenía sobre la educación y la trascendencia que ésta revestía para la sociedad.

En el citado Reglamento se privilegiaba el financiamiento de la educación y la adecuada retribución del maestro al preverse -en su artículo 1°- que se debían destinar quinientos pesos anuales para cada escuela, de los cuales cuatrocientos serían para pagar los servicios del educador y los cien restantes para “papel, pluma, tinta, libros y catecismo para los niños de padres pobres que no tengan como costearlo”.

Belgrano plasmó en aquel cuerpo reglamentario maravillosas expresiones hacia el maestro y su noble función, al sostener que debía procurar “con su conducta y modos inspirar a sus alumnos el amor al orden, respeto a la religión, moderación y dulzura en el trato, sentimientos de honor, amor a la verdad y a la ciencia, horror al vicio, inclinación al trabajo, desapego del interés, desprecio de todo lo que tienda a la profusión y lujo en el comer, vestir y demás necesidades de la vida, y un espíritu nacional que les haga preferir el bien público al privado y estimar en más la calidad de americano a la de extranjero” (art. 18).

Era tal la jerarquización que le confería al rol docente, que en el artículo 8 se indicaba expresamente que “en las celebraciones del Patrono de la ciudad, del aniversario de nuestra regeneración política (en alusión al 25 de Mayo) y otras de celebridad, se le dará al maestro en cuerpo del Cabido, reputándosele por un padre de la Patria”.

Demostrando cuán adelantado estaba en su tiempo, no dudaba en imponer el sistema de concursos para evitar el “acomodo” en la designación de maestras y maestros. Así las cosas, “se admitirán los memoriales de los opositores con los documentos que califiquen su idoneidad y costumbres, y cumplido el término de la convocación, que nunca será menor de 25 días, se nombrará dos sujetos de los más capaces e instruidos del pueblo, para que, ante ellos, el vicario eclesiástico y el procurador de la ciudad, se verifique la oposición pública en el día señalado”. Dicho concurso, por imperio del artículo 4, debía abrirse cada tres años, a fin de garantizar que el educador fuese el más capacitado para cumplir tan esencial tarea.

No era ajeno a la voluntad del General dar estímulo a los jóvenes que hicieran méritos suficientes. A tal efecto, se les daría “asiento de preferencia, algún premio o distinción de honor, procediéndose en esto con justicia” (art. 6). Y además, en una época tan proclive a los castigos corporales, se dispuso que “si hubiese algún joven de tan mala índole o de costumbres tan corrompidas que se manifieste incorregible, podrá ser despedido (es decir, expulsado) secretamente de la escuela”, y por ningún motivo, será expuesto a la “vergüenza pública” (art. 15).

Tan preocupado como estaba por la formación y retribución de los docentes, Belgrano era plenamente conciente de la importancia que asumía la educación en la construcción de una Nación, y al mismo tiempo advertía -como afirmaba Epícteto- que “sólo las personas que ha recibido educación serán verdaderamente libres”.

En estos tiempos de tanta discusión y poco debate, de tanta confrontación y poco diálogo, de tantos gritos y poca reflexión, es menester recurrir a aquellos que, como Belgrano, pensaron el país antes que nosotros con una visión estratégica de futuro. El pensamiento de este hombre de Mayo, de este héroe de la Revolución y de la Independencia, se presenta como innovador y avanzado para la época, manteniendo en la actualidad una asombrosa vigencia, sobre todo en lo atinente a la educación, que era una de sus principales obsesiones.

El no haber adoptado sus ideas en esta materia, soslayando o menospreciando sus sabias propuestas e iniciativas, nos ha costado el precio de la decadencia. El día que nosotros revaloricemos en serio la educación y la función docente, tal como Belgrano lo planteaba, comenzaremos por fin a recorrer el camino que nos permitirá encontrar la solución a los graves problemas que hoy padecemos.

A más de 200 años de su desaparición física (Manuel Belgrano falleció en Buenos Aires el 20 de junio de 1820, sumergido en la pobreza y en el más absoluto olvido), ha llegado la hora de recoger su legado, porque de lo contrario “sin educación (debe entenderse, sin una educación de calidad) nunca seremos más de lo que desgraciadamente somos”. Y esto es algo que no deberíamos haber olvidado.

 

Abogado y docente universitario

Salir de la versión móvil