Para 1577, Córdoba, señalada como una de las principales ciudades de la Conquista, debía tener un Cabildo. Para tener Cabildo se necesitaba piedra, nativos como mano de obra gratis y un alarife: algo así como un albañil especializado, un maestro mayor de obras. Como Córdoba tenía todo, entonces tuvo su Cabildo. Bernardo de León era el alarife, un artista del ladrillo, un as del fratacho. Ah, pero el alcohol era su perdición. A veces trabajaba y era el mejor. Las otras, estaba preso en el mismo Cabildo que construía: preso por borracho.
Nuestro Cabildo puede tener alguna falsa escuadra, algún muro fuera de nivel. Todo por culpa del vino tinto que hacían los jesuitas en Colonia Caroya. En 1784 cambió la estructura del Virreinato y el Cabildo, con el alarife Bernardo de León muerto e inundado en alcohol, pasó a ser sede de gobierno de la Córdoba del Tucumán. El Marqués de Sobre Monte le dio el diseño final: su estructura colonial, sus 15 arcos, sus 2 patios internos y su recova. Y algunas cosas más. Algunas cosas más…
Más acá en el tiempo, el Cabildo fue cambiando de funciones y terminó siendo, desde 1900 a 1986, 86 años, sede de la Jefatura de Policía provincial. Casi 100 años sede de una institución protagonista y culpable de la sangre derramada en Córdoba. Pero claro, mientras la policía estuvo ahí, poco se sabía del Cabildo y de los secretos de sus muros. Ya con la apertura democrática y la reubicación de la fuerza en otro edificio, se comenzaron a hacer excavaciones. A alguien se le ocurrió que había algo más que esa galería tan colonial y esos muros tan blancos y puros. Había algo más. Había.
Pues se encontraron escaleras que llevaban a habitaciones que, hasta ese momento, estaban ocultas. ¿Celdas? ¿El verdadero primer nivel de Córdoba? Gran controversia gran. Todos opinaron. El historiador cordobés emblema dijo, sin titubear, que ahí abajo, donde el tiempo o alguien había sellado las paredes, había funcionado el Tribunal de la Inquisición en la época de la conquista.
¿Inquisición? Inquisición en Córdoba
Más acá en el tiempo, el rol de la policía provincial durante los últimos tiempos hizo pensar en otras cosas: cárceles ocultas, salas de torturas. Lo que sí se sabía era que el Cabildo funcionaba como centro de inteligencia. Y allí coexistían, tiempo atrás, las celdas de la policía y una capilla en el patio menor, hoy inexistente. Los reos prisioneros y con pena de muerte sobre sus nucas se alojaban en en el lugar sagrado los últimos momentos de su vida para purgar pecados y de ahí, pasados por la horca en la plaza pública, justo al frente del edificio cabildante donde hoy comen las palomas y los mendigos duermen al amparo de la luna.
Ahí, antes, ahorcábamos gente.
Hoy ya no queda capilla ni sede policial cercana, pero sí la presión de las almas en pena que deambulan por las galerías coloniales del Cabildo llorando el castigo eterno. Más de uno ha sentido compañía al caminar. También sollozos y lamentos. Presencias extrañas. Y la marca insoslayable que durante la última dictadura fue lugar para hacer desaparecer.
Nuestro Cabildo, blanco y puro, es un denso lugar de almas sin justicia. Y más. Hoy es un núcleo artístico y cultural siempre poblado. Pero a comienzos de los ’90 era más común encontrarlo vacío. Y qué decir de los fines de semana: era el desierto mismo. Así fue que, durante un domingo, la única presencia en el lugar era la gente de Turismo: apenas dos personas que esperaban por algún visitante, más el hombre que oficiaba de seguridad. Una de las empleadas, casi como un trámite en el aburrimiento dominical, tomó la decisión de ir al baño, cruzando uno de los patios internos del edificio. Y ahí, en esa lejanía desierta de seres, desde una oficina parecida a una covacha sin retorno, cerrada por donde se le buscara, el tecleo incesante, violento, desesperado de la máquina de escribir ganó el aire sonoro del domingo desierto.
¿Broma de mal gusto? ¿Algún trasnochado? ¿Quién disparaba, aquel domingo desierto, las teclas de un artefacto invisible? Indagando, los empleados conocieron que en épocas de la policía en el Cabildo, trabajaba para la fuerza un sumariante adicto al trabajo que era capaz de encerrarse horas y horas en su oficina a tipear en su máquina de escribir los partes policiales. Sin parar, días y días sin parar.
El sumariante, poco después, murió, pero el teclear enfermizo del empleado policial cada tanto vuelve a hacer su trabajo. Cuando el silencio gana en el Cabildo, aún lo podemos escuchar.