Poesía del pensamiento y testimonio a la vez de su propio recorrido por el mundo (el ignoto mundo de las cosas y mundo tan inevitablemente humano de las palabras), el más reciente libro de versos de Daniel Freidemberg es un ‘racconto’ de toda una vida que vio en la poesía, pero no sólo en ella, una manera de preguntarse por lo que es.
El libro en sí en un único gran poema dividido en varias secciones que se puntúan con una frase oracular: “He visto”. Dentro y fuera a la vez de las circunstancias, teorizando, sí, pero con palabras que se mantienen lo más cerca posible a lo concreto, la experiencia del tránsito es cada vez más ratificada a medida que los versos se suceden.
Los versos se suceden: el tránsito puede referirse tanto al pasar, al rodar de los vehículos sobre el asfalto (y para ello, y para algunas otras cosas, dice, entonces, “Oí”) o puede también apuntar a que todo pasa, todo es proceso, cosa que celebra y que por momentos hasta lo hace feliz.
Así, las cosas de la historia, de la civilización están embadurnadas de nombres, de sentido, pero finalmente regresan, como sostenía aquel filósofo presocrático, al seno de lo indiferenciado o, como escribe Daniel, “al orden del mundo”.
Hay muchas alusiones a lo largo del trabajo: muchas lecturas –y muy asimiladas– conlleva esta obra. Así, aparece en un determinado momento el ‘Deus sive natura’ cuando, al decir primero “y oí el silencio de la sabiduría de Dios” y después “y oí el silencio, nada más, de lo que hay”: esto es Spinoza.
Silencio: las cosas callan, indiferenciadas, ajenas. Como ya dije, somos nosotros los de las palabras. Escribimos libros de historia (quizá los poemarios también lo sean) y luego esos mismos libros quedan arrumbados y hasta se corrompen: “He visto libros de historia abandonados a sí mismos”. Como si no pudieran evitar el perder actualidad, más tarde o más temprano; como si no pudieran seguirle al cabo el paso al “más precioso espectáculo de todos: los procesos”.
Pero esas cosas que callan tienen una música propia. La armonía secreta del mundo, que no sabemos oír, según Pitágoras, es algo que, justamente, no es para nada evidente. Así, el ruido, el barullo de los nombres, del sentido, de este ser siempre tan constantemente nosotros mismos, esto es, seres humanos esclavos de su propia, mera condición, es lo que nos impide percibirla. Por el contrario, el alma o mente de Freidemberg se sitúa dentro y a la vez fuera del asunto, con lo que la percepción (auditiva) de esa ‘armonia mundi’ se posibilita un poco más, acaso de a privilegiados ratos.
El alma o la mente: el autor prefiere el primer término. A la vez, cada una de ellas se mueve a su manera. Dentro de lo que es lo auténtico y lo inauténtico (y Daniel sabe que todas están ahí, que todas juegan, y no juzga), algunas han dado en relacionarse con el mundo, cómo decir, desinteresadamente. No son indiferentes a lo que las rodea, está claro, pero tampoco se ven movidas por tantas veleidades.
No son indiferentes: la mirada, por ejemplo, de un chico que quizá está muerto sigue mirando al poeta: el poeta, que venía diciendo “He visto”, se siente ahora mirado por esas pupilas sin vida ya y tiembla, estremecido. O, por ejemplo, el ‘homeless’; y luego los tantos ‘homeless’ en que nosotros mismos nos hemos convertido –en que Daniel mismo, y lo dice, se ha convertido– en el torbellino sin frenos de las redes sociales, haciendo luego, para respirar, un rinconcito transitorio en el que extender sus petates transitoriamente, migrando cada tanto para, con suerte, volver a rozar el mundo tangible de, imaginemos, el ruido del tránsito, las cosas de una sala, la verdad y claridad que instala una mujer en algún lugar.
Se habla de fiesta, se habla de escena. El poeta, que ya es mayor, declara haber sido feliz y da, como decíamos, testimonio de aquello a lo que asistió. Luego vendrá la detención final: cuando dice “He visto la luz pálida de las salas de espera” no puedo evitar pensar en los hospitales, en este nuestro tener que partir.
Freidemberg escribe en una época de cierre. Despedida, como él mismo dice, que por ahí también es principio. Todo el libro, con ese estribillo (he visto tal cosa, he visto tal otra cosa), me retrotrae inmediatamente a “Blade Runner”. Como un homenaje y una amplificación, a la vez que una adaptación a nuestra circunstancia concreta: la Humanidad está al borde del colapso por el cambio climático y demás: a manos de sí misma.
(Otra película podría, claro, ser “Titanic”: el barco se hunde, pero la música tiene que seguir siendo ejecutada. Y en esta otra evocación, quizás antojadiza también, está de nuevo eso: ya no ver sino oír, hacer música, esto es, escribir).
El libro, como ya dije, está cargado de referencias. Darío, Lihn, Vallejo, Dante, Baldomero, Benjamin y tantos más que seguramente se me escapan. El trabajo es magnífico. Es una visión panorámica de la vida, de la realidad, un intento de atestiguar una experiencia, creo que logrado (y logrado mucho más que decorosamente). Vale la pena leer el libro. Yo ya lo he hecho tres veces: no se me agotó para nada. Promesa, entonces, para el futuro lector, de un continuo enriquecimiento.