El escondite proliferante

Sobre Los extraestatales, de José Retik. Borde Perdido editora, 2020.

El escondite proliferante

Así como en la literatura sucede en la vida. La ansiedad de inicio y de final de una historia son hoy síntomas de lo vetusto y hasta diría inconducente. ¿Dónde comienza y termina una vida? Ya sé, fecha de nacimiento y fecha de muerte. Pero ¿no son esos dos datos, elementos como cualquier otros, que se suman a una vida, que están inscriptos en ella e impiden ver cesuras, inicios y fines desde otras perspectivas? ¿No es un instante más importante en cada vida que tres días inocuos de existencia? El tiempo acoge nuestras vidas, la enmarca, pero las vivencias -en términos diltheyanos- son las que la acunan y dan sentido.

Así como en la vida sucede en la literatura. Hay textos que, al leerlos, por más atención que se ponga, en algún momento aquello sobre “lo que trata” se nos convierte en otra cosa, se nos borran los límites de inicio y de final. Los extraestatales, de José Retik, nos propone ese movimiento. Esa sorpresa contenida. El tenor de una “obra”, tal como lo entendía Roland Barthes, es decir, lo que está encerrado entre tapa y contratapa, un fragmento de sustancia, es muy distinto al del “texto”, es decir aquello que no es computable y que se propone como un campo metodológico. A ese juego nos invita Retik.

Con ecos de Alberto Laiseca aunque más de Macedonio Fernández, el autor nos insta a leer una hilaridad salida del afiebrado Dr Maurice Foudré, quien alucina de manera involuntaria “la existencia de un pueblo sin localización geográfica”, un pueblo entero de autómatas. Desde allí entramos en su ensoñación, donde a partir de sentenciosos subtítulos descubrimos el derrotero del pueblo íbidem, con sus trabajadores, su gobierno, su oposición, sus conspiraciones, revolución, y su línea de fuga para escapar de aquello que se nos va contando. En esta historia maquinada por la involuntaria parexia de Foudré hay puestas teatrales que no le escapan a la gracia, la estupefacción y la búsqueda de sentido, en una construcción que delira por enamoramiento del borde narrativo.

Las disputas entre Íbidem y Dedrim, el poblado disidente, lleva a gestar infiltrados, virus inyectables, doctores, avionetas, espionaje, Big Data y cualquier cosa (sí, no hay mejor palabra para definirlo) que pueda derrumbar al enemigo. La beligerancia entre los pueblos -y las ramificaciones pensables- del Dr Foudré se instituye entre los que quieren contagiar el desánimo y la apatía vital entre la población contra quienes quieren volverlos triunfalistas, sintiéndose parte del organismo social en el que viven. Estoy tentado a decir, en una analogía futbolera, que Retik plantea y divide a las comunidades entre quienes viven pateando la pelota afuera y quienes cargan constantemente con esa pelota sobre sus espaldas. El tema es que la estupidez está dosificada en partes iguales en las dos cofradías políticas. Recordemos aquello que decía Wilde: la verdad le hace mal al arte.

Si lo extraestatal -que aquí tiene su componente extraterrestre- se vuelve estatal, ¿dónde está el afuera, la posibilidad de rebelión que haga frente a esa burbuja del sentido ¿común? ¿común-literario? que lo come todo? ¿Dónde la diferencia entre lo original y lo que no lo es? En Retik, a esa discusión la vemos en la historia de Mr. Tooth: “Había colocado quinientas cuarenta y tres falsificaciones en el mercado mundial. Pintaba al estilo de los grandes maestros. Dígame, doctor, ¿usted no cree que era tan talentoso como ellos? ¿Acaso cualquiera puede falsificar quinientas cuarenta y tres obras geniales? ¿No es eso un arte también?”.

“Misterio acústico” es el capítulo que mejor demuestra esta proliferación mutante y escondida del sentido genérico y hasta argumental de lo que venimos leyendo. Un sonido interminable y sostenido proveniente del fondo del fondo del Riachuelo hace que desde Darnos Aires manden a buzos a inspeccionar qué sucede. Tras atravesar una escotilla y bajar por escaleras, llegan a una “estructura muscular que se contraía y dilataba” y allí encuentran a un grupo de soldados norteamericanos preparados para abatir a los intrusos y para, llegado el tiempo, conquistar el territorio. Los buzos quedan a merced de estos verdaderos intrusos, no se sabe hace cuánto tiempo allí apostados. Retik escribe: “Los buzos no dudaron en obedecer porque los soldados estaban fuertemente armados. Una vez en calzoncillos fueron maniatados. Los marines también se quitaron los uniformes y dejaron ver su nueva fisonomía: la de talibanes. Volvieron a desvestirse y se convirtieron en combatientes kurdos. Continuaron despojándose de prendas y fisonomías. Después de varias mutaciones o cambios o transformaciones, mostraron lo que eran en realidad: un montón de cables interconectados”. ¿No es la escritura literaria hoy esos cables interconectados que se mueven como serpientes y “generan” escondiéndose, lo artísticamente legible?

En la nouvelle somos llevados por la bifurcación permanente de lo esperable. Retik se disfraza de José María Ramos Mejía para construir la historia del control de las multitudes de autómatas, con dosis de realismo alienígena. Nos encontramos con un martín fierro empequeñecido, donde los payadores son puños y uno de sus miembros funda el “Círculo Mundial de Payadores de Citas”. En el capítulo “De puño y letra” hay un alegato problemático sobre la autoría nuevamente: por un lado “si el texto lo escribe el narrador, ¿por qué el libro es propiedad del autor?; a esto responde que “Nadie podría no decir nada”. Retik demuestra cómo puede parasitarse, no un autor, sino la propia ¿ciencia? de la escritura literaria actuando por fuera del Estado de cosas imperante, aún en la literatura, para hacerla florecer en una dirección que tiene como colofón un contagio hilarante y proliferante en dosis bien suminstradas.

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