Mientras leo sentada en el jardín, un pájaro carpintero pequeño, seguramente jovencito por su copete apenas asomando, viene a picotear en un plato donde he puesto, por la mañana, miguitas y cascaritas de manzana. Lo contemplo sin moverme, tratando ni siquiera de dar vuelta la página. Pero no dura mucho mi quietud, porque se me da por incorporarme a ver no sé qué cosa. Y es esta compulsión permanente al movimiento lo que destruye el momento mágico.
Por ello, lamentando mi ida hacía lado alguno, se me cruza la frase que anoto: Se ha roto el hechizo del tiempo demorado.
He roto “el resplandor de la simplicidad”, como decía Heidegger al advertirnos del peligro de la técnica y situarnos en la dispersión y la aceleración agitada del orden productivo del mundo.
Contemporánea de Heidegger (1889-1976) era Virginia Woolf (1882-1941), quien había escrito: “Mejor es el silencio… déjenme sentarme con las cosas desnudas, esta taza de café, este cuchillo, este tenedor, cosas en sí mismas, siendo yo misma”.
Recientemente Julieta Canedo ha traducido un texto poco conocido de Virginia Woolf, cuyo título, “Merodeo callejero, una aventura londinense”, remite a un acopio de imágenes del presente en una ciudad entre brumas. Porque en este libro la autora sale una tarde de invierno del “cuarto propio”, se inventa la excusa de comprar un lápiz y vagabundea -merodea- por las calles de Londres espiando la vida de los otros, “ese vasto ejército republicano de caminantes anónimos cuya compañía es tan agradable después de la soledad del cuarto propio”.
Pero no se trata de unos caminantes cualquieras, sino de aquellos a los que su propia cultura ve como diferentes: una anciana siniestra; una enana de “expresión iracunda”; jorobados; deformes; vagabundos; dos hermanos ciegos en “la inevitabilidad del destino que se ha apoderado de ellos”; una señora robusta, un anciano sentado en el umbral de una Puerta; un judío barbudo “golpeado por el hambre”; lacayos con medias de seda.
“Todo parece accidental pero milagrosamente salpicado de belleza”, escribe Virginia, mientras su vista recorre las calles de Londres; el río Támesis; la avenida Strand; los anticuarios; las librerías; las tiendas de ropa y de zapatos entre “el flujo de caminantes que pasan demasiado rápido… envueltos en ese pequeño pasaje del trabajo al hogar”.
La idea del “flaneur”, propuesta por Baudelaire y retomada por Walter Benjamin, nos viene a la memoria cuando leemos estos recorridos londinenses, advirtiendo varias diferencias. El “flaneur” es hombre (la palabra francesa no tiene femenino) y en este caso tenemos un magnífico ejemplo de que el recorrido urbano no entiende de género. Virginia no es un deambulante curioso que se siente especialmente cómodo en París y está a la caza de recuerdos. El acopio de imágenes del presente londinense no se detiene en lo bello, sino en aquello que una sociedad mira como “distinto”, y pareciera que la individualidad de la ciudad tiene su propia especie humana: una escritora que, al modo de los cronistas de su época, busca a paso lento objetos curiosos y personajes que no responden al modelo estereotipado por la moda.
También por esa época andaba deambulando por Buenos Aires y escribiendo sus “cronicones” Roberto Arlt. Su paso nunca era lento, era más bien desaforado. Arlt es un cazador más que un mirón: caza y recolecta frenéticamente según otro tipo de merodeo. Escribe realidades que dan cuenta de una urbe que se derrama en suburbios y crece al ritmo loco de una época. Sus crónicas se tocan, se ven, se escuchan, se huelen. Y como la ciudad de Virginia, Buenos Aires también ofrece sus rarezas, sus peculiaridades, sus arrugas, sus malos olores. Y sus pícaros, sus chantas, sus timadores, sus hombres que están solos y esperan en cualquier esquina rosada.
Claro que Virginia tenía una existencia acomodada, y nadie le hubiera dicho, como le dijo a Arlt el director del diario El Mundo para sacárselo un tiempo de encima: “Anda a vagar un poco. Entretenete, hacé notas de viaje”, a lo que Arlt contesta encantado: “me rajo, queridos lectores… me rajo para el Uruguay, para Brasil, para las Guyanas… me rajo indefectiblemente”; y de ese raje, ese escape, ese hartazgo de Buenos Aires, surgirían sus “Aguafuertes cariocas”.
Menos amable y más acorde a estos tiempos, durante nueve años se realizó en Córdoba la Marcha de la gorra, en contra de lo que el Código de Faltas llamaba “merodeo”, dando lugar a cientos de requisas y detenciones arbitrarias. Recuerdo haber escuchado uno de los cantos de la marcha, que repetía: “No es merodeo, es paseo”.
El diccionario nos dice que merodear significa “vagar por las inmediaciones de algún lugar, en general con malos fines”. Y aunque alguien estuviera de paseo, efectivamente disfrutando de un tiempo demorado, su color de piel, su ropa, su gorra con visera vuelta para atrás, su capucha, su actitud, permitía de manera inmediata ser considerado sospechoso de cualquiera de los “malos fines” posibles.
Tras cuatro años de debate en una comisión legislativa, y nueve Marchas de la Gorra, el 2 de diciembre de 2015 y con un consenso político amplio (sólo dos parlamentarias votaron en contra), la Legislatura provincial aprobó la ley de más de 160 artículos que constituye el actual Código de Convivencia Ciudadana. Aunque restringida y atenuada, la polémica figura persiste, y es cierto que sus intenciones, su espíritu y su letra son valiosos, pero también es sabido que no han evitado, hasta el presente, en un país atravesado por el racismo, el clasismo, la misoginia, la aporofobia, la xenofobia y el machismo, modificar los mecanismos de poder y violencia que se ejercen sobre quien vende en la calle; quien limpia vidrios; quien hace piruetas y pasa la gorra; quien se asusta ante un control y acelera; quien busca refugio en un cajero automático; quien empuja un carrito con cartones; quien se busca la vida en una esquina; quien revuelve la basura; quien se emborracha en una plaza porque no hay hogar a donde volver.
Y a la serie de “ismos” y fobias, hay que sumarle en estos días el anti judaísmo y la islamofobia. Otra clase de caminante podría advertir en las calles del mundo gentes de distintas procedencias, distintas lenguas y distinto color de piel a quienes no parece corresponderle códigos de convivencia alguno.
El hechizo del tiempo demorado ha desaparecido para dar lugar a la fatalidad del tiempo apresurado, que se lleva por delante gentes, flores y rocío, encuentros, hallazgos posibles, risas y abrazos, mientras -como escribe el poeta Alejandro Cesario- “la vida enmudece y el cielo queda alto”.