Una lectura sobre “Quiebra el álamo”, de Roberto Chuit Roganovich, ganadora del Premio Futurock Novela 2022.
Cada tantos años un venado blanco se deja ver por el pueblo, su cercanía permite escuchar el mensaje de las piedras. El pueblo escondido entre las montañas es un lugar cualquiera del interior, fundado por delincuentes y refugiados, un lugar en donde el tiempo transcurre a otra velocidad.
En “Quiebra el álamo”, hay dos voces principales. La primera, es el narrador omnisciente que nos cuenta la historia de tres personajes: Graciela, Fernando y Mario. Tres personajes que transitan existencias diferentes pero unidas por un factor en común –además de la geografía– de tragedias personales. La pobreza, la soledad o una orientación sexual diferente en un contexto de intolerancia son algunas de las cuestiones que atraviesan a estos personajes. A su vez, es a través de las historias de estos tres habitantes que se retrata el carácter y la naturaleza de la comunidad, que tiene mucho de Twin Peaks vernáculo.
El ciervo, el venado blanco, es una especie de enviado. Un observador que da cuenta a sus semejantes acerca del estado de las cosas por aquí. Es a través de su mirada que se evalúa constantemente si la Humanidad merece continuar o no sobre la tierra. Mientras tanto, todo lo que se queda en el pueblo termina marchito. Sólo lo que muere o lo que huye tiene algún tipo de redención.
Entre los últimos días de los protagonistas de esta novela –brillante debut del autor cordobés– se intercala la segunda voz narrativa. Es la voz de los que vinieron de las estrellas, de los observadores, de la misma raza ante la cual responde el venado. Es aquí en donde se establece un interesante contrapunto entre las tragedias íntimas y cotidianas con el devenir del universo. Lo insignificante de la condición humana ante un mecanismo gigantesco que puede funcionar perfectamente prescindiendo de nosotros. Los tiempos geológicos ante la fugacidad de la vida humana. El contraste entre la subjetividad de los personajes con el discurso alienígena, que contrasta su sintaxis extraña y su ritmo particular con la prosa seca y realista de la voz omnisciente.
La obra que fuera elegida por María Moreno, Martín Kohan y Luis Chitarroni como ganadora de la última edición del Premio Futurock Novela tiene interesantes influencias de autores de ciencia ficción y “new weird”, entre los que pueden rastrearse ecos de Ted Chiang, John M. Harrison, Arhur C. Clarke, Rafael Pinedo o Ursula K. Le Guin.
Hay reflexiones sobre el tiempo en diferentes niveles de magnitud. La novela transcurre entre un par de historias de vida, pero también entre una etapa prehumana y el fin de la especie. Construida sobre capítulos breves, y narrada de manera fragmentaria –casi como una colección de instantáneas– la novela arranca con dos escenas de gran potencia y que de alguna manera trazan la ruta de lo que se viene: un hombre desangrándose en una balsa y una nave huyendo de un planeta en llamas. Sabemos desde la contratapa que los personajes van a morir y hay un ida y vuelta de flashbacks que desarrollan un interesante tratamiento del tiempo relativo y dislocado de la narración, algo que es uno de los aspectos más interesantes de la propuesta.
La prosa de Roberto Chuit Roganovich es contenida y parca en los momentos de realismo, que recuerda al Cormac McCarthy de “La carretera”, pero también al ya mencionado Pinedo. Hay un costumbrismo muy cercano, los personajes podrían ser como cualquier habitante de algún pueblo del interior de la Argentina profunda. Hay momentos de majestuosa simplicidad, como el de la llegada de los monolitos:
“La noche del arribo los relojes se quedan quietos: se rompen los cristales y el cuarzo; así acaso la forma en que tienen para decir que ya no queda tiempo, que lo único que existe es eso, el aterrizaje; que todo hasta ahora fue la preparación a ese momento último e infinito, todo ahí sublimado y en su forma total y que bien podría ser ese el futuro, también infinito, el de un estado de suspensión sin cambios, en el reposo que avisa que ese es el límite del movimiento, que de ahí en adelante lo único que queda es una estática o ruido blanco”.
En los capítulos en que se da voz a los alienígenas, el autor se muestra más experimental y arriesgado, tejiendo un discurso extraño, pero con algo de poético, de musical, que remite a los “cut up” de William Burroughs:
“Ahora estás dañado por las flechas supura aceite de lino y larga melaza entonces comen las hormigas y las ratas lo pellizcan podría quitárselas de encima se dicen si así lo quisiera y se pueden hacer fuertes en el suelo de todos modos ella él podrá mudar igualmente de cuerpo no hay problema el sudor es a fin de cuentas agua que sólo habite y señale el tiempo en el que sea óptimo hacernos uno con todo este mundo hermoso de agua”.
La noche en que el mundo cambia para siempre llegan unos monolitos enormes, que recuerdan las naves de Arrival o el elemento principal de 2001. Odisea en el espacio. Quedan suspendidos ahí, en el aire, como heraldos del cambio total. Hay a lo largo de toda la novela una sensación de calma chicha que precede a la tempestad. Un clima de inminencia, de atmósfera cargada previo la tormenta. Quiebra el álamo es una de las piezas más interesantes de los últimos años, además de un debut más que prometedor y una apuesta nacional por esa hibridación de géneros populares con trasfondo filosófico que llamamos “new weird”, o Nueva Ficción Extraña.
Roberto Chuit Roganovich
(Córdoba, 1992) Licenciado en Letras Modernas (UNC), actualmente se encuentra escribiendo su tesis doctoral a través de una beca del CONICET. “Quiebra el álamo” es su primera novela. Es integrante, además, de la banda Ox en Mayo Alto.