Estimado Agustín Tosco: Le escribe un hombre cordobés. Un hombre cordobés como usted. Un hombre que ya no es joven, como joven era el día en que lo descubrió. Un hombre que, a 50 años de su ausencia, reflexiona sobre los años en que usted estuvo aquí, aquí entre todos nosotros. Y reflexiona, este hombre que ya no es joven, buscando explicaciones y, ante todo, no encontrando respuestas. Y esto sucede por una pregunta que, a este hombre que hoy le escribe, lo atormenta. Una pregunta que es preciso plantearle, Agustín, para que sea usted el que desmienta o ratifique la siguiente versión. Justo hoy, a 50 años de su ausencia:
_ ¿Es cierto todo lo que se dijo de usted en este medio siglo? Sí, usted sabe a qué me refiero. Lo que se dijo y se sigue diciendo sobre su figura, lo que se dijo y se sigue diciendo de sus principios, de su conducta, de su rectitud, de su mirada a largo plazo, del mameluco como capa de superhéroe. De usted se dijo, Agustín, que era un gigante, que sus manos envolvían cualquier mano, que el tono de su voz combinaba de modo exacto el consejo paterno, la calidez materna, la virtud del compañero, el aliento del camarada y la pasión del amante. ¿Es cierto todo eso Agustín? ¿Fue usted un hombre común, un mortal plausible de errores o, por el contrario, como hemos creído en estos 50 años, como hemos creído los que no compartimos tiempo y espacio con usted, fue, y es, usted Agustín, un superhombre?
No, no se enoje. No se enoje ante una pregunta. No me responda si no quiere. Puedo advertir el tono de sus palabras, el contenido de su respuesta, el enojo de sus dientes. Pero entienda, me veo en la obligación de preguntarselo Agustín, porque su figura agigantada en estos 50 años ha sido, y pido disculpas por decírselo así, pero su forma luminosa como un sol de diámetro inabarcable, sí, Agustín, todo eso ha sido, para nosotros, simples mortales, un problema. Ha sido un verdadero problema porque su figura en estos 50 años ha sido la de un gigante inalcanzable. Y la figura de un gigante, su figura, sépalo, nos empequeñece.
Sí Agustín, entiendo su enojo ante este planteo. Y sí, comprendo su postura. Lo sabemos, somos muy conscientes: todo lo que usted hizo no fue para agigantar su figura, sino para que nosotros creciéramos a su par. Sí, lo sabemos. Pero no pudimos. Nos fue imposible. No hemos dado la talla. No hemos sido capaces. ¿Cómo podríamos haber sido como usted, ese hombre que una noche sin luna, para evitar que los estudiantes confabulados fueran presos, tomó con sus propias manos esas boleadoras caseras de cobre previstas para ser revoleadas contra los cables y así dejar a Alberdi sin luz pero con un resplandor eterno? Agustín, eso lo iban a hacer los estudiantes y usted, para evitarles el riesgo y la cárcel asumió la tarea y pagó usted por el riesgo y pagó usted con la cárcel. Usted, que era un compañero que jamás restringió su lucha a las demandas de su gremio, que siempre pensó en el sueño máximo de una sociedad justa, usted, que era un par, que se volvió líder, padre, acaso un manto sagrado. ¿Qué hay después de eso, Agustín?
Usted, Agustín, el más buscado por el terror, el padre de toda una generación, no amilanó ni siquiera cuando no había más alternativa que aflojar la cincha, desensillar hasta que aclare y cuanta más metáfora equina se le ocurra. Escuche. Escúchese cómo usted mismo le hablaba a un juez de la injusticia, el juez que lo persiguió de manera criminal hasta matarlo:
_ Me veo obligado -dijo usted-, a mantenerme rebelde frente a vuestra decisión que ordena mi comparecencia (…). Usted debe saber que si somos asesinados, no lo seremos porque ejercitemos violentamente nuestra prédica social, sino porque los enemigos de la clase trabajadora argentina han dispuesto silenciarnos como combatientes sociales.
Un líder sindical, un trabajador con plena conciencia de su situación, un combatiente social. ¿Qué hay después de eso, Agustín? Es usted un hijo dilecto de la tragedia argentina y de sus mejores hombres y mujeres: la muerte en desdicha, la muerte como martirio ingrato. Sufrió usted, lo sabemos, pero no sabe lo que fue para nosotros: medio siglo después lo seguimos anhelando. Y agigantando.
Pero espere, le pido un minuto más, permítame terminar de leer lo que usted mismo escribió en aquellos días de 1975, hace poco más de 50 años:
_ Creo que el imperialismo y la oligarquía, la reacción interna y externa, tienen en el actual interventor Lacabanne y en el Jefe de la Policía Federal, sus exponentes más obsecuentes y condenables (…). Señor Juez, yo, Agustín Tosco, y todos los miembros del Consejo Directivo del Sindicato de Luz y Fuerza, no hemos cometido ningún delito; tenemos nuestra conciencia limpia y templado nuestro espíritu de representantes obreros. Reclamo, sí, mínimas garantías para que seamos juzgados en vida.
Tanto dio. Tan poco pidió: apenas ser juzgado en vida. ¿Qué hay después de eso? La idea de superhéroe que nos hemos hecho generaciones enteras, una idea que se choca de frente con las banderas de la noble igualdad que usted siempre levantó, nos encegueció. Y hoy, una vez más, mientras acá recordamos medio siglo sin usted, vuelven los nubarrones de amenazante oscuridad a posarse sobre los hombros de la clase trabajadora. Sepa, Agustín, que necesitamos su presencia. No lo convocamos, esta vez, como un padre ni como el diámetro luminoso que nos encandiló. Es momento, Agustín, 50 años después, que vuelva a nosotros como lo que siempre fue, lo que usted siempre quiso: como el mejor de los compañeros que la clase trabajadora argentina ha tenido.









