Cada año, el último día de setiembre convoca a los cordobeses que vivimos en la capital provincial a una conmemoración particular que data de tiempos coloniales: la celebración de san Jerónimo, patrono de Córdoba.
Fue Jerónimo Luis de Cabrera quien dispuso desde el momento mismo de la fundación de Córdoba, que san Jerónimo (c. 360-420) sería su santo protector. Desde entonces, el más célebre traductor de la Biblia y benefactor biblistas, bibliotecarios, traductores e intelectuales, se trasformó en patrono de una de las ciudades más lejanas de la capital virreinal de Lima, que con el paso de los años destacaría por su cultura y la enseñanza universitaria.
La elección del santo patrón suponía conjurar la mala suerte, aplacar los temores por el acaecimiento de desgracias varias, pero también implicaba el agradecimiento, como ha señalado el historiador francés Pierre Ragon. No olvidemos que en las sociedades de entonces, las crisis agrícolas, la invasión de plagas y las epidemias, se hallaban en el origen de los votos que las municipalidades pronunciaban en nombre de la comunidad y hacia determinadas personas que habían sido declarados santos por la iglesia católica.
De esta suerte, las fiestas destinadas a los patronos de las ciudades a lo largo y ancho del imperio español, daban lugar a verdaderas festividades cívicas donde toda la comunidad, reunida alrededor de la conmemoración de sus orígenes, celebraba al mismo tiempo la estabilidad de su orden y su inscripción en la hispanidad. De manera significativa y sin parangón con otras fiestas, las patronales tenían como protagonista a un miembro del cabildo: el alférez real, portador del estandarte y quien debía hacerse cargo de costear la misa y la limosna.
Los rastros de la fiesta celebrada en la Córdoba colonial han quedado en la histórica recova del Museo Juan de Tejeda -ubicada en la esquina de las calles 27 de abril e Independencia-, casi a las puertas de un tradicional restaurante del centro histórico.
Allí podemos encontrar una enorme talla de madera policromada y tela encolada, de finales del 18, atribuida al escultor filipino Esteban Sampzon.
La obra constituye una pequeña muestra de la enorme cantidad de imágenes religiosas que había en la ciudad. No debemos olvidar que durante el siglo XVII Córdoba se había convertido en el centro comercial y cultural más importante del sur del virreinato peruano. Los importantes edificios religiosos, conventos y monasterios y el traslado de la sede obispal en 1699, promovieron una alta demanda de imágenes y objetos litúrgicos que fueron traídos desde los centros de importación de Europa y América.
Cada 30 de setiembre esta imagen era sacada en procesión por los seminaristas del Seminario de Loreto- que se hallaba en la actual plaza del Fundador-; por ser ellos los encargados de llevarla en los hombros mientras la gente acompañaba con cantos y oraciones.
Sin embargo, la fiesta también tenía otro costado, porque a partir del siglo XVII comenzaron a incluirse las corridas de toros. Como ha escrito el investigador andaluz Manuel Peña, los españoles han procurado siempre asociar los juegos con toros a la celebración de sus creencias religiosas, incluso en las fiestas patronales de tantísimos pueblos y ciudades. La Iglesia, incluso, nunca los limitó, salvo en alguna ocasión. De esta suerte, se organizaron corridas y fiestas taurinas, por ejemplo, en honor de la canonización de Santa Teresa de Jesús, la fundadora del Carmelo descalzo, o en las de los jesuitas Ignacio de Loyola o Francisco Javier.
¿Te imaginás una corrida en la actual plaza San Martín? Porque allí tenía lugar, como en tantas plazas mayores de las ciudades coloniales o de la península.
Así, la plaza se llenaba de gritos, euforia, toreros, cuadrillas, picadores y obviamente, de toros. Pero no siempre podían hacerse el día 30 de setiembre, ya que en ocasiones había que esperar al menos dos meses para que los animales, que eran traídos de las estancias del interior, tuvieran el desarrollo ideal. Los toros, llegaban a la ciudad tras recorrer un largo periplo que involucraba a peones y arrieros, como ocurrió en alguna oportunidad con animales provenientes de la estancia de Caroya que pertenencía a los Duarte Quirós.
Las investigaciones de Ana María Martínez nos cuentan que la plaza se cercaba con cueros, palos y correas y frente al edificio del Cabildo se ubicaban las autoridades civiles, militares y eclesiásticas. Allí se reunían varones y mujeres de distintos grupos sociales en la procura de un buen lugar- incluso algunos llegaron a comprarlos-. A la expectación y la algarabía de todos ellos se sumó el disfrute de la música, los refrescos y los dulces que el Cabildo dispensaba a los concurrentes.
Años más tarde, y tras la revolución de Mayo, las corridas cobrarían una nueva significación y con los años desaparecerían, pero eso es parte de otra historia.