Una pareja se termina por falta de amor (o por exceso), por la aparición de otra persona (nueva o vieja), por diferencias infranqueables en los proyectos de vida, por lo que sea. Una pareja se termina y el duelo se convierte en insumo para ese subgénero literario que podría denominarse narrativa del desamor.
En Amor seco, Francisco Moulia omite el relato de los buenos momentos, cuando el deseo y la complicidad eclipsaban cualquier posibilidad de un final, y se concentra en los últimos meses de una conflictiva relación sentimental.
Desde la soledad del Valle de Traslasierra, el protagonista despliega interrogantes, ensaya respuestas, intenta desentrañar el sentido de su amor por una italiana tan fascinante como anárquica, previsible e indescifrable a la vez. Porque ella, Gemma, que está a punto de volver a su país natal, es una adicta capaz de transitar los escenarios más oscuros de la noche porteña en busca de drogas.
¿Se puede abandonar a alguien que pide ayuda? ¿Y si esa persona es a quien amamos? ¿Cómo salir de un vínculo que pone en riesgo la propia vida? ¿En qué ayuda separarse?
“El problema era que esa Gemma de la que me tenía que separar ya no estaba” dice Mou, el protagonista. “En su lugar, había una pesadilla disfrazada de Gemma a la que yo trataba de contener con la esperanza de que, en algún momento, apareciera esa mujer con la que había compartido seis años, cuatro países, algunas muertes, secretos brutales, sueños cómplices, y pudiera darle un abrazo de despedida”.
Esa pesadilla se construye en base al retrato de escenarios hostiles, de sus habitantes y de sus códigos. De madrugada, Mou va a buscar a su pareja a una villa, a bares en donde el sexo sirve de moneda de cambio por pastillas, a casas en las que hijos de la clase media acomodada se rebelan contra sus privilegios mediante un consumo desenfrenado.
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También se torna infernal la dependencia mutua. Los llamados a deshora, el miedo a una muerte por sobredosis, los ataques de furia y de llanto convergen en un diálogo de sordos en el que la pareja se pierde. Entonces se hacen promesas y pedidos imposibles de cumplir que, sin embargo, se repiten a lo largo de las páginas.
En esos momentos en que llega al límite, Gemma recurre a Mou y entre ambos se despliega un juego de manipulación del que ninguno sale por voluntad propia. “Sin darme cuenta, en esos últimos meses me volví adicto a esa vehemencia autodestructiva de ella. Y funcionaba igual que la droga: primero, caos eufórico de odio y amor y omnipotencia; después, resaca espesa de melancolía. Y volvía a empezar”.
Amor seco oscila entre el pasado y el presente del protagonista, entre el ruido de la Buenos Aires con Gemma y la soledad de las sierras. Más allá de las evidentes marcas de ficción autobiográfica –Moulia vive en Los Hornillos, en la novela aparecen los apellidos de escritores conocidos–, esos vaivenes temporales que estructuran la novela también le otorgan un tono singular, por momentos de humor negro, por momentos de atinada reflexión sociológica, política, cultural.
Al respecto, los capítulos en los que el protagonista considera la posibilidad de elaborar una escena de despedida con ChatGPT resultan notables. El experimento, así como su resultado, da cuenta de las discusiones actuales en torno a los avances tecnológicos y el campo literario, los alcances y limitaciones de la sensibilidad cibernética, la capacidad de la inteligencia artificial para elaborar un relato verosímil.
Estas pausas en el curso de la agónica historia de Mou y Gemma, entonces, dan lugar a una indagación sostenida acerca del amor, el lugar del otro, el rencor y el sentido de la escritura. También aportan una mirada atenta sobre el paisaje y sus coordenadas existenciales. Porque en medio de las sierras, donde el protagonista vive ahora, la naturaleza impone sus propias reglas. Y si no fue fácil sobrevivir en la ciudad, en pareja, tampoco lo es la soledad del “monte”, como se denomina el lugar.
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“En este sentido, podría decir que el monte es la geografía ideal para empequeñecer cualquier angustia. La vida en este lugar exige mucha dedicación y, sobre todo, mucho cuerpo. En muy poco tiempo, la tristeza se vuelve un obstáculo operativo. Una distracción inútil. Las púas de los insectos, la prepotente deformidad de sus noches, la cruel voluptuosidad de sus montañas, todo en el monte se está defendiendo de la estupidez humana”.
El paisaje queda desprovisto de cualquier impronta romántica, bucólica. Las distancias, los peligros que asechan las paredes, la magnitud del silencio nocturno, casi todo genera temor. Y, sin embargo, es esa geografía la que brinda una metáfora que permite resignificar lo vivido, lo escrito. Porque el amor seco es, en definitiva, una planta habitual de las sierras cordobesas, cuyos frutos negros tienen pequeñas púas que se adhieren a cualquier cosa que los roce y resulta difícil sacárselos sin lastimarse.









