Hacia un cielo que huye

Sobre “Licor de mandarinas”, de Laura Moreno, Editorial Municipal de Córdoba, 2021.

Hacia un cielo que huye

Va a sonar raro, pero ¿puede saborearse una pérdida? En otras palabras, ¿cómo esculpir el recuerdo de una vida con aquellos gestos, rasgos, momentos que la tornarían perenne en la nuestra? Laura Moreno consigue eso en “Licor de mandarinas”, poemario publicado a partir de la obtención del Premio Municipal Luis José de Tejeda en 2021, y enhebrado por XIX escritos que rezuman un dolor apaciguador.

Es tentadora siempre la idea de saber captar -y decidir- qué acciones, decisiones, hechos, “definen” la vida de alguien que no sea uno mismo. Cómo mensurar, pero, sobre todo, con qué prisma sopesarla, entenderla. Moreno sutiliza esta idea en un yo lírico que pasa por la vida del padre como una Whitman saboreadora de los perfumes y ocasos a los que nos acostumbra este planeta llamado Tierra.

Algunos tramos del poemario son un molde precario, fugaz, pero por ello entero de la silueta humana. Ese padre “Admira/ la liviandad/ sobre su cabeza…” y un poco más adelante “La solidez de su vida/ está conformada por los balidos,/ el azúcar/ de las miradas oscuras/ de sus cabras”. Y será “en el pelo áspero de las cabras” donde el hundimiento de los dedos del ser hecho de palabras que atraviesa este poemario, o cuando ese mismo ser hecho de palabras (y carne) observa cómo las cabras “bailarinas obedientes/ estiran la mirada/ hacia un cielo que huye” en el poema IV; o, en el poema VII, donde ese ser, padre, hecho de palabras “Supo vivir tardes de/ durazno y seda/ con el abrazo de la Yaya/y su áspero licor de mandarinas/el río muy frío en la altura/ la majada alegre// hasta que/ cientos de nubes/ como una sola nube/ rodearon la órbita/ en una abrazo asfixiante”.

Moreno teje una figura que abraza whitmanianamente lo que le rodea, pero que lo abraza aceptándolo, incluida la simpleza que acongoja a la razón presurosa en entender y destripar qué es una vida. Esto también me recuerda al Baudelaire de “Pequeños poemas en prosa”, quien, en uno de sus primeros escritos, queda cautivo del movimiento evanescente de las nubes mientras desea desparecer e irse en esa tentación aérea.

He aquí -nuevamente- ecos de Walt Whitman: “Mi cuerpo de metal/ es riel/ para que se deslicen el sueño y la vigilia/ mi cuerpo de madera es instrumento desfigurado/ que hizo música/ mi cuerpo de piedra/ es territorio animal/ y sostén para las crecientes”. La vida del padre se va llenando de decrepitud, el licor va perdiendo su sabor y deja enseñanzas: ese padre que dice que la muerte no avisa y “se lleva a alguien cercano/ para recordarte/ lo que todavía no hiciste”. La autora se permite el guiño, lo descubre; el padre estuvo y está ahora, etéreo pero materializado en el amor que puede inocular la escritura: “la voz suya que siempre canta/ aun en el espacio entre dos páginas/ donde no cabe un alfiler” lo que convierte a la escritura poética en un ars magna, en una magia que otorga vida. No hace falta recordar (aunque no viene mal) que, en el Antiguo Testamento, Dios hizo al decir; “Hágase la luz, y la luz se hizo” manifiesta el Génesis.

Laura Moreno escribe las circunstancias vitales de alguien “hasta que se intensifique el naranja” de esas mandarinas que se transmutaban en licor, como una ambrosía terrena pero etérea. El cierre de este poema, el XIV, dice “Cuando la sombra caiga/ las pupilas dilatadas por el licor/ verán rodar cientos de estrellas/ desde el cúmulo profundo de la noche/ lentas/ tristes”. Vaya sinonimia para la palabra “recuerdo”. Una vez distribuido, disgregado con ese alrededor, ese paisaje y su circunstancia en la que el padre se difumina, todo se vuelve un poco más verídico, con un perfume que siente quien siente al que no está: “Guardan su sueño los antiguos volcanes/ y le sacan filo al silencio las cigarras”. Somos polvo de estrellas, pero un polvo que puede usarse como abecedario. Rainer María Rilke escribía “Desde mis amplias alas vuelvo a casa,/ de extraviarme con ellas./ Como un canto fui yo, y Dios, como rima/ aún suena en mis oídos”. Licor de mandarinas es una letanía balsámica, un collar oloroso que intenta lo que tantas veces la poesía: captar una vida. Mejor dicho: encerrarla en la libertad de las palabras.

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