Los lectores solemos tener buena memoria respecto de los autores que nos gustan. A tal punto que cuando nos encontramos con pares, aquellos que disfrutan de la misma manera que nosotros los libros que nos causan placer, cantamos loas en conjunto a esos escritores y les agradecemos haber nacido para deleitarnos de esa manera. O bien para emocionarnos, hacernos pensar, meditar sobre las experiencias a las que nos hemos animado, siempre en buena compañía.
Resulta indisociable la relación de un título con su autor y por esa razón nos parece imposible pensar que un libro fascinante que hemos leído pueda haber sido escrito por otra persona. Esto explica la reacción intempestiva que nos provoca la confusión de aquel que no está familiarizado con una obra y que se la atribuye a otro escritor con la misma indiferencia con la que se la atribuiría al original. Hay que reconocer, no obstante, que, en ocasiones, esta lógica se subvierte y no por la banalidad de esos lectores sino porque las condiciones productivas instalan una duda vital. El caso de Fernando Pessoa es uno de los más emblemáticos, en este sentido. Sólo los eruditos y los académicos no cometen ese pecado porque están precavidos. Para el resto de los mortales, la situación es complicada.
Es que este poeta portugués de comienzos del siglo XX no sólo firmaba con nombre y apellido sus producciones, sino que además «inventaba» estilos y se los atribuía a un autor imaginario que se responsabilizaba por haberlos escrito. No se desdoblaba en dos en el acto creativo, sino en múltiples voces, cada una con su particularidad estética y cosmovisión propia. Del conjunto de heterónimos –que es ese el nombre técnico que se aplica a esta pulsión creadora- tres poetas son más conocidos que él mismo: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos.
No sólo son nombres que remiten a un modo de escritura, sino que cada uno de ellos tiene una biografía, una carta natal y el esbozo de las relaciones que podrían haber creado entre sí en su larga o corta vida.
De Alberto Caeiro se sabe que fue el maestro de los demás y que vivió muy poco tiempo, recluido en el campo y con una visión panteísta del universo (1889-1915, según la biografía pessoana). Pese a su corta existencia dejó un importante legado a sus discípulos, sobre todo en lo que se refiere a la falta de expectativa respecto del curso de la vida. De acuerdo a su perspectiva, no está en nuestras manos modificar el destino. Por lo tanto, lo que debemos hacer es adecuarnos a su ritmo, sin nada pedirle a cambio.
Los otros dos heterónimos más conocidos le sucedieron en el tiempo y a este saber inicial heredado le sumaron sus inquietudes personales, que los hizo más o menos contemplativos y más o menos pesimistas según la duración de sus existencias.
Mucho se ha discutido acerca del concepto de «heterónimo», y es difícil explicarlo con palabras sencillas porque Pessoa parecía adueñarse de su espíritu durante la escritura y por eso se «despersonalizaba» para asumir esa otra identidad, de allí que el término no pueda homologarse al de un pseudónimo que implica sólo una sutileza en el registro autoral. En la carta «sobre la génesis de los heterónimos» que el poeta le escribe a Adolfo Casais Monteiro, le revela cómo escribe en nombre de esos tres nombres propios y lo hace con estas palabras: «De Caeiro, por pura e inesperada inspiración, sin saber o siquiera calcular que iría a escribir. De Ricardo Reis, después de una deliberación abstracta que súbitamente se concretiza en una sola. De Campos, cuando siento un súbito impulso de escribir y no sé qué».
En esa misma carta, Pessoa le manifiesta al amigo que el origen de esa multiplicación debe ser buscado en «el profundo rasgo de histeria que hay en mí. No sé si soy completamente histérico o si soy, más exactamente, un histeroneurasténico, sea como fuere, el origen mental de mis heterónimos reside en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación». Y agrega, «estos fenómenos estallan hacia adentro y los vivo a solas conmigo», con lo cual rebate cualquier posibilidad de que esta lógica se aplique a su vida pública por fuera del fervor escritural.
Si bien este artículo es el prólogo de una sucesión de textos que tendrán por objeto hablar de Ricardo Reis en particular, vale la pena hacer unos señalamientos genéricos para entender esta «familia» de donde proviene el heterónimo en cuestión. Pessoa tiene clara conciencia del momento en que surgió Alberto Caeiro. Fue el 8 de marzo de 1914, cuando decidió gastarle una broma a su amigo Sá-Carneiro e imaginó un «poeta bucólico, de índole complicada» como si efectivamente estuviera vivo. La revelación del experimento fue imponente porque –al concebirlo- percibió que estaba materializando a su maestro.
Según confiesa el autor, «una vez aparecido Alberto Caeiro, traté enseguida de descubrirle –instintiva y subconscientemente- unos discípulos. Arranqué de su falso paganismo al Ricardo Reis latente, descubrí su nombre y lo ajusté a él mismo, porque ya le veía en aquellos momentos. Y de repente, y en derivación opuesta a la de Ricardo Reis, me brotó impetuosamente un nuevo individuo. De un tirón, y con la máquina de escribir, sin interrupción ni enmienda, surgió la ‘Oda triunfal’ de Alvaro de campos: la oda con este nombre y el hombre con el nombre que tiene».
Como puede leerse en la cita transcripta, Pessoa crea la «coterie inexistente» experimentando con la propia escritura y nunca por una aventurada reflexión abstracta. Después, claro, le atribuye rasgos físicos a cada uno de ellos y una trayectoria vital que lo torna casi independiente como si efectivamente se tratara de un poeta autónomo que firma los libros que escribe (José Saramago conoce a Ricardo Reis en la adolescencia y sólo advirtió más tarde que se trataba de un poeta ficticio). Entre los tres más difundidos (porque hay muchos más) las diferencias de estilo son sus rasgos más definidos: Alberto Caeiro es bucólico y panteísta, de índole pagana. Ricardo Reis es el poeta clásico, «latinista por educación ajena y semihelenista por educación propia» que escribe Odas tomando al poeta latino Horacio como guía. Álvaro de Campos, finalmente, es el poeta modernista que acoge con beneplácito el progreso y el avance tecnológico al que el país estaba consagrado al momento de su nacimiento. Aunque tiene una vasta producción poética que podría condensarse en varios tomos, sus textos más conocidos son la «Oda triunfal» y la «Oda marítima», donde canta las proezas de la nación gloriosa con la que se identifica. Este poeta tiene, sin embargo, y quizá por influencia del maestro Caeiro, el peso de una tristeza profunda que se confunde con melancolía y que alude a la tan mentada «saudade» lusitana. Su poema «Tabaquería» -uno de los más bellos de la lengua portuguesa- es el que mejor expresa esta desazón que sigue al éxtasis profundo que lo animaba en los primeros tiempos.
Cuando Pessoa muere, en 1935, deja dos sobrevivientes: Ricardo Reis, que permanece en Brasil, donde se auto exilia en 1919 por ser contrario a la República (era monárquico confeso) y Álvaro de Campos, radicado en Glasgow. Del primero sabemos que murió un año después, al regresar a su país de origen, en manos de José Saramago que le puso punto final en su novela de 1984, “El año de la muerte de Ricardo Reis”. Del segundo nada sabemos. Quizá nos esté animando todavía desde la inmortalidad.