Historia de la pimienta y del error holandés

Por Esteban Maturin

Historia de la pimienta y del error holandés

Estamos en el último piso de un restaurant de Vinegar Hill, la punta meridional de la bahía de Manhattan se recorta al frente nuestro.

Aquí se cena tan temprano que aún hay unos rayos de sol tiñendo de anaranjado el río, sobre el que resaltan los ladrillos rojos del puente de Brooklyn.

Nos han traído un par de gruesos y jugosos roast beef; Mercedes le pide pimienta a la mesera, haciendo sonar fuerte la doble “p” de la palabra inglesa. “Quizás si los holandeses no hubieran sido tan cortos de miras, estaríamos pidiendo pimienta en neerlandés y no deberías esforzarte tanto en la pronunciación de la doble ‘p’”, le digo.

Me mira, esperando una aclaración coherente a un comentario tan enredado. “La pimienta fue el objeto más preciado del comercio durante más de dos mil años –le cuento, mientras sazonamos abundantemente nuestros bifes con el polvillo picante-, desde los romanos. Desde los puertos del imperio confluían en la egipcia Alejandría, remontaban el Nilo hasta Tebas, cruzaban a pie el desierto hasta el Mar Rojo, se subían a unas pesadas naves a velas y cruzaban a través de todo el Océano Índico para llegar a las costas de Malabar. Así, durante un milenio y medio.

Los portugueses, buscando la misma pimienta, le dieron toda la vuelta a África, y Colón, por el mismo motivo, buscando una ruta hacia la especiería se topó con esta América en el medio. Finalmente salieron los holandeses y los británicos a conquistar alternativas de la misma ruta y llevar el preciado granito negro –que cotizaba aún más que el oro- a las mesas europeas. Pero ya no había tantas rutas…

Los holandeses fundaron aquí, en Manhattan, Nueva Ámsterdam, y varias colonias en la ruta que cruzaba por las islas polinesias, que entonces llamaban las Indias Orientales; los ingleses hicieron lo mismo, y comenzaron las guerras anglo-holandesas, que bien podrían haberse llamado las “guerras de la pimienta” y que ocuparon buena parte del siglo XVII.

Cuando se firma la paz de Breda, los holandeses –que iban ganando la guerra- imponen su criterio: le entregan Nueva Ámsterdam a los ingleses, a condición de que éstos renuncien a ocupar colonias en la ruta samoana de la pimienta.

Los británicos aceptan, y le cambian el nombre a la ciudad: la llaman New York.

Al poco tiempo la pimienta cayó en desgracia, ya había demasiados países que la comerciaban y el exceso de oferta hizo bajar los precios. La ruta de las Indias Orientales dejó de ser estratégica, y New York –en cambio- siguió su camino hasta convertirse en la nueva Roma de nuestro tiempo…”

Ahora sí ya es de noche, caminamos por la ribera oriental del Hudson y yo voy recitándole a Mercedes el soneto “Aquel error holandés”:

En las costas indias de Malabarra,
una perla verde, ya ennegrecida
al solaz meridional de la tierra,
las delicias de la mesa tendida

hace desde Europa al cielo más nuevo.
La pimienta negra todo mar cruza:
Índico, Pacífico y Ordo Novo;
llama el Mediterráneo, su brisa,

y hacia allá acude, todos la disfrutan.
Enloquece los mercados de Londres
y la flota de la Reina trae odres.

Los marinos de Holanda la disputan,
ceden New Ámsterdam por ella, ¡bad work!
La pimienta pasa. Queda New York.

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