La desistencia

Por Silvia N. Barei

La desistencia

La desistencia. ¿Una palabra poco usada en la lengua española? ¿Un “hallazgo feliz” como diría Borges? ¿Una clave metafórica para explicar un estado de la cultura? Un poco de todo; se la escuché a Horacio González el año pasado en un fecundo encuentro que tuvimos -no podía ser de otro modo- de manera virtual. Me sonó en ese momento a descubrimiento acertado de Horacio, tal vez expresión difícil de encasillar, poco reconocible a menos que se vincule la palabra con otras y se persiga su etimología.

Me quedé pensando que, sin decirlo, Horacio la confrontaba implícitamente con insistencia, con resistencia y con persistencia. También con consistencia y por qué no, con asistencia. La diferencia está obviamente en el prefijo y no es para nada insignificante.

Pregunto entonces a mi amigo Luis Ángel, experto en etimología y de valía si los hay. Me inquieta la raíz, lo que yo llamo “la palabra madre”. Me aclara Luis: viene del latín “sistere” (colocar, ubicar, pertenecer) que de manera independiente no existe en español, solo en sus derivados, y “desistir” sería como alejarse del intento de colocar o de pertenecer a algo.

Digo entonces yo: la existencia y su negación. La vida en su realidad concreta. No la esencia, sino la acción de estar, de participar, de pertenecer, de ubicarse en un lugar. Y también su desistencia: dejar, renunciar, ceder, abandonar.

En 2003 se estrenó la película, dirigida por Bernardo Bertolucci y ambientada en Francia, “Los soñadores”. Tres jóvenes -dos de ellos son hermanos, Isa y Theo, el otro un muchacho estadounidense que conocen en la calle- sueñan con ser personajes de cine, actúan como tales, se encierran en un departamento como quien va a actuar en una obra propia y desisten del afuera sin enterarse nunca de que ese afuera es el 68, mayo, París.

Sin acceso a la cinemateca -que efectivamente y como dato histórico, había sido clausurada y destituido su director- se quedan adentro días y días, miran películas, ensayan juegos amorosos, se pelean, se aburren, no tienen idea de qué pasa en el mundo y permanecen precariamente en un bucle de ambigua desistencia.
Cuando el juego se acaba, el muchacho extranjero, el menos parisino de los tres, abre la puerta. Lo asaltan las calles llenas de barricadas y manifestantes en una ciudad que arde. Se suma a los estudiantes en rebeldía sabiendo que ya nada volverá a ser igual, que lo que pudo parecer un sueño ha terminado, así como está terminada la Francia gaullista: la vida con todas sus resistencias está insistente y efectivamente en otro lado.

En estos personajes uno lee la desistencia como una especie de abandono, de renuncia, de deserción, de abdicación, de cobardía, de disolución, de indiferencia.

Una renuncia que parece estar a la vuelta de la esquina. Se pueden dar muchos ejemplos, empezando por el remanido tema “No a la vacuna”, pero en estos días a mí me pareció atisbarla en la no concurrencia a las urnas en el mes de septiembre. “Las Paso no son importantes”, “Siempre están los mismos”, “Que se arreglen entre ellos”, “No me importa mucho”, “Mejor voy a votar en noviembre que es en serio”, “Mi voto no cambia nada”, son algunas de las frases que escuchamos como quien mira a Homero Simpson en la tele vociferando “Malditos políticos, son todos iguales”.

Acecha la idea de que en realidad la política en nuestros días no tiene sentido alguno, de que no hay ni cursos certeros de acción, ni esquemas o propuestas de solución válidas y que, como en “El juego del calamar”, se salvan unos pocos.

En este ambiente se siente que los gobiernos actuales actúan con poca firmeza, no desarrollan un proyecto realmente colectivo, y dan escaso protagonismo a los más jóvenes, a las mujeres y al cuidado del ambiente. Del lado opositor, que en algunos casos excede lo que se ha dado en llamar “grieta”, hay palabras oportunistas y pocas ideas, frases amenazantes y cargadas de odio, un discurso que descree de los argumentos, una carga dramática mezcla de incomprensión y resentimiento, una metamorfosis violenta e invertida que desvirtúa el sentido de algunas palabras (“vida”, o “libertad”, por ejemplo), una sustitución de la idea de país en desarrollo por la de país “inmaduro” con una democracia “de baja intensidad”. Oportunismo extremo sin un proyecto general que se proponga como alternativa y una desistencia de lo político entendido como debate de ideas y propuestas superadoras, que hace pensar en el final de todo propósito enaltecedor de los principios que nos han dotado de humanidad.

Volviéndose a una referencia literaria y a propósito del odio en el mundo, pensaba Elie Wiesel: “Orwell tiene razón cuando dice que los que olvidan y los que odian forman el partido de los dictadores que se arrogan el derecho a controlar el presente mediante la tergiversación del pasado”.

El advenimiento al poder de dirigentes ajenos a las estructuras partidarias tradicionales, de baja cultura política y encaramados en el instrumento del voto con promesas irresponsables, propuestas facilistas, supuestos falsos y artificios digitales (ejércitos de “trolls” inventando “fake news”) descarta lo que es en realidad una democracia: una pluralidad de ideas, un principio rector sobre el consenso, un manejo dentro de los límites institucionales y jurídicos, un conjunto común de valores morales, un hacer por el bien de todos.

En la gran tradición del pensamiento crítico argentino otro Horacio, (este de Córdoba), Horacio Crespo, los llamó “sordos históricos” y les espetó ser el “origen y razón de los equívocos, los malentendidos, los odios no reprimidos, los discursos irreductibles”.

La desistencia es zona de riesgo. Definitivamente lesiona y nos acecha, vulnera las instituciones y cuestiona el consenso democrático, porque opera sobre el descreimiento y la desconfianza. Y finalmente tergiversa porque escuchando a unos y otros se tiene la impresión de vivir en una doble realidad.

Sabemos que estos son tiempos contrariados, desasosegados, de fuertes e imprevisibles cambios, de amenazas, de sospecha, de restricciones de las prácticas sociales. Tiempos cargados de urgencias que están construyendo de este modo las condiciones del nuevo siglo. Pero también tiempos de esperanzas. O de tensión entre las esperanzas y la desesperanza, y necesariamente un estado de vigilia al que Franz Hinkelammert llama “pesimismo esperanzado”.

¿Entonces, de qué estado de situación hablamos? ¿Del actual y del futuro? ¿Del que atiende la vida humana y la vida de todo lo viviente? O en las antípodas, ¿hablamos de vida alguna o de la desistencia de lo humano?
Cualquier respuesta constituye un verdadero desafío a la imaginación política y sus estrategias. Un teatro específico en el que los mecanismos institucionales deberían proponer con urgencia nuevos horizontes de sentido, sumar la opinión de las minorías, con sus matices y diferencias, la dinámica confrontación de ideas, las decisiones certeras aunque sean pequeños logros, el crecimiento económico vinculado al pluralismo político, y la investigación y distribución más equitativa de tanta riqueza escondida, disimulada rapazmente en ciertos “paraísos” que son infiernos del mundo o confiscada de antemano por deudas impagables.

Como a esos protagonistas que escamoteaban sus cuerpos al Mayo Francés, porque estaban demasiado ocupados mirando su propio ombligo, hasta que la calle les muestra su mejor rostro, el después de la pandemia es un necesario llamado a encontrarnos los unos a los otros, a las propuestas desafiantes, a las nuevas ideas, a la marcha, a los auditorios, a escuchar a los grandes pensadores y artistas. Porque el pensamiento creador es siempre lugar de empatía, de asistencia y de resistencia. Es difícil que desde ese lugar se diga “no puedo más y aquí me quedo”, es decir, opto por la desesperanza, por el abandono, por la desistencia.

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