La sana rebeldía de romper barreras

Por Manuel Sánchez Adam y Agustín Liotta

La sana rebeldía de romper barreras

En la reciente película “Yo nena, yo princesa” se pone en juego el orden social de los cuerpos en relación a las infancias, pero también nos permite pensar cómo las personas adultas nos vinculamos con la diversidad en la niñez.

“Yo nena, yo princesa”, una película de Federico Palazzo, protagonizada por Eleonora Wexler y Juan Palomino, retrata la vida de Luana, la primera niña trans en recibir el DNI con su identidad autopercibida. Su historia, puesta en imágenes de su vida, visibiliza la existencia de las infancias trans. No es algo nuevo: ya conocíamos su caso y el trabajo que hace Gabriela Mansilla, la mamá de Luana. Pero que se ponga de relieve la diversidad de las niñeces deja en claro que las niñas y niños tienen voz propia y que hay que (aprender a) respetarlas.

¿Cuántas veces escuchamos a una madre o padre enojarse con sus hijos y decir “¡vos no podés elegir porque sos muy chico!” La subestimación de sus capacidades, habilidades y posibilidades es algo que, como personas adultas debemos repensar. ¿Acaso no queremos que desde pequeños puedan ir forjando su camino? ¿O será que el tutelaje legal nos hace sentir impunes y creemos que podemos manipular sus gustos?

Si hay algo que subsiste a lo largo del desarrollo de la trama es la actitud que toma Luana frente a sus padres, su resistencia a hacer o usar cosas socialmente entendidas como de varones, y su entereza al entender desde muy temprana edad que no es un niño, como le dicen, sino que es una niña, con deseo propio.

“Yo nena, yo princesa” no es solo una película que busca emocionar, es una pieza con contenido teórico. En una escena, Luana dice que no tiene pene sino vagina, y su mamá le explica que ella sí tiene pene, pero que por eso no deja de ser una nena, sino que la convierte en una nena muy especial. Esta disrupción nos obliga a salir de la idea de que la genitalidad define nuestro género, que, si bien desde los marcos actuales se encuentran desarrollos concernientes al tema, pensar esta ruptura de la relación genitalidad-género en la niñez convierte a la película en novedosa.

Acá podríamos pensar en Simone de Beauvoir y Judith Butler, que coinciden en la idea de que las marcas de género humanizan los cuerpos, entonces decir que una persona infante es niño o niña, acorde a su genitalidad, le otorga la categoría de persona. Sin embargo, Butler asegura que la relación genitalidad-género no es lógica y funciona como un fuerte instrumento cultural de control social. Pero, en el sentir de Luana y sin pensar en estos términos, ella asegura que tiene vagina para sentirse persona, y no una ciudadana de segunda como el orden social a veces la hace sentir.

Se la podría criticar sosteniendo que reproduce los estereotipos de género al poner en evidencia las tecnologías de género (la asociación del color rosa y las muñecas, en contraposición a su hermano mellizo que juega con autos y a la pelota), ahondando así en las corrientes queer, que nos permitiría ampliar la mirada sobre las construcciones que se hacen sobre los cuerpos. Pero Luana no es una niña (ya es adolescente) no binaria. Ella siempre se sintió nena, y no tuvo confusiones con su identidad de género. Su principal desafío fue enfrentar a sus padres desde muy pequeña.

Por su parte, si hay algo que subyace a nuestra época son los cambios de paradigma y los vuelcos sobre determinadas temáticas que atañen a la sociedad toda. En este punto, las luchas que ejercen diversos colectivos están echando luz sobre conflictos históricos que no habían sido debatidos ni puestos en jaque por los actores encargados de que aquello sucediera: la familia de Luana no acepta sus elecciones, al contrario, consultan a profesionales de salud mental por la existencia de una posible patología que explique los “comportamientos” de su hija, y así lograr un diagnóstico que satisfaga, o que apacigüe su propia incomodidad, que responde a un deber ser cultural atravesado por el binomio niño-niña.

Beatriz Janin, psicoanalista especializada en infancias, dice que los niños a los que se les acusa de no respetar límites, en realidad se defienden de quienes sienten que vulneran su propia subjetividad y espacio. Así, Luana reacciona ante las condiciones de sus padres con firmeza porque percibe que no escuchan ni respetan su deseo.

Una de las psicólogas que trata a Luana le propone a los padres un método correctivo que desvíe su conducta, aclarando que el objetivo principal es que Luana acepte sin ningún consentimiento que es varón. Claro que en la película estas imposiciones no nacen solamente desde los padres y la familia: Luana también sufre la discriminación y la resistencia en las instituciones, como cuando la docente del jardín de infantes le niega la matrícula porque la madre le explica que Manu ya no es Manu, sino Luana; o que, por ser menor, incluso con el aval firmado de ambos padres, no obtiene su DNI.

El impacto que tiene la película no es solo por la historia de lucha y perseverancia de Luana y su mamá; hay sutiles guiños que hacen que la pieza de Palazzo llegue al corazón. Como la escena donde la propia Luana, ahora en su adolescencia, levanta a su yo infante en la ficción al caerse mientras aprende a andar en patines; o cuando Gabriela Mansilla y su hijo Elías forman parte de la escena de entrega del DNI. Todos los pequeños detalles que sustentan la premisa: lo personal, como el arte, también es político.

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