La Virgen Roja y la individualidad

Por Roy Rodríguez

La Virgen Roja y la individualidad

La mujer defiende el último bastión del sueño de la otra Revolución Francesa. Viste pantalón y camisa de la Guardia Nacional. Lleva un fusil en la mano. La Comuna de París, esa idea de mundo que apenas sobrevivió dos meses, entre marzo y mayo de 1871, resiste.

A la mujer, los hombres la nombrarán como la Virgen Roja. La “Buena Louise” es maestra y poeta. Lleva la palabra como pólvora. La misma pólvora que pedirá para sí tras la derrota. La misma palabra con la que aprenderá los ritos de los nativos de esa isla del Pacífico donde será desterrada.

“Escríbeme, querido Maestro y no me creas demasiado infeliz, llega un momento en que, después de perder todas las cartas, somos tan indiferentes a nosotros mismos y no vivimos más en nuestro ser. (…) Antes de la muerte, la individualidad ya no existe”. Firma la carta Louise Michel. Le escribe a Víctor Hugo, el autor de “Los Miserables”. La pluma de Louis Michel se mueve incansablemente sobre los papeles en su destierro. Nueva Caledonia, a miles de kilómetros de Europa, en medio del Pacífico, donde los sueños de la última revolución se pierden en el mar. Miles de desterrados. 25 mujeres. Una.

El 29 de mayo de 1830 Marianne Michel la alumbró entre las paredes del castillo de Vroncourt, en Bourmont, cerca de Reims. Sirviente y analfabeta, su madre. Las crónicas dicen que su padre fue el hijo del dueño del castillo; que sus abuelos paternos la protegieron y alentaron a ir a la escuela y a leer. Y que en la campiña descubrió sus contradicciones.

Louise, siendo poco más que una niña, llegará a robar alimentos a sus abuelos para darles de comer a los que nada tenían. “No puedo contarte todas las impresiones de mi infancia. Es una mezcla de dolor, alegría, sueños, destino y esa idea de fatalidad en la que creía mi madre”.

Adolescente aún, será maestra. Pero se negará a jurar por Napoleón III y por el imperio francés. Esa decisión y sus ideales marcarán el camino: dará clases particulares y gratuitas. Su pedagogía “innovadora y activa, excluirá el castigo y despertará la curiosidad de los niños que incluso actuarán en obras de teatro que escribe”, cuenta Sylvie Boulvain, en un texto que repasa su vida.

Los caminos la llevarán a París. Y seguirá enseñando. En 1865, gracias a la herencia de sus abuelos, comprará una escuela en Montmartre, que cerrará tres años más tarde para enseñar en la calle, a los niños y a los obreros.
Se unirá a la Sociedad de Poetas. Y será la secretaria de la “Société démocratique de moralisation”, un espacio de lucha para ampliar los horizontes de los que menos tienen.

Cuando, el 18 de marzo de 1871, los artesanos y obreros tomen el poder en una derrotada ciudad luz, estará entre la multitud.

Las tropas de Luis Bonaparte se habían deshilachado en pocos meses frente al Ejército Prusiano. Francia se rendía. Los trabajadores y desposeídos de París, no. Hubo elecciones y, por primera vez en la historia, durante 71 días, el cielo se vistió de overol.

La Comuna sería un sueño trunco. Mientras, Louis Michel estuvo al frente de comedores para niños. Y también resistió los ataques del ejército. Fusil y bandera.

Durante esos meses los comuneros decidieron separar al Estado de la Iglesia, y prohibieron símbolos religiosos en las escuelas. Demolieron la Capilla Expiatoria y prohibieron las casas de empeño. Los funcionarios no ganarían más que un obrero. Y los panaderos ya no trabajarían de noche. Los talleres abandonados serían gestionados por cooperativas.

Las guillotinas fueron quemadas en las plazas. Pero el gesto no impediría la masacre. Louis Michel organizó hospitales y espacios de auxilio, primero. Después, junto a otras mujeres, defendió Montmartre. Una semana sangrienta de mayo dejó, según la historia oficial, entre 6.000 y 30.000 muertos. La versión de Louise Michel, que también reescribió la historia con su pluma, habló acaso de 100.000 muertes.

Juzgada y deportada a Nueva Caledonia en 1873, la prisión no la doblegaría. Amnistiada, se negó a dejar la cárcel hasta que el último de sus compañeros fuera liberado. En esas islas del Pacífico aprendió y estudió la lengua de los Canacos, nativos a quienes entregó retazos de su bandera. Y hasta los ayudó en un levantamiento contra el poder francés.

Entre Londres y París; cárcel, poesía y mítines, pasó sus últimos años. Palabra hecha pólvora. “Todos estos valientes de corazón tierno, a los que Versalles llamaba bandidos, cuyas cenizas fueron aventadas y los huesos roídos por la cal viva, todos, son la Comuna. ¡Son el espectro de mayo!”, escribía Michel.

El siglo XX la vio apagarse. Años más tarde, dos columnas internacionales del Ejército Republicano español llevaron su nombre.

Víctor Hugo escribió, pensando en ella: “Algunos como yo sabemos que eres incapaz de todo lo que no es heroísmo y virtud. Y que si alguien te preguntara: «¿de dónde vienes?», tú responderías: «Vengo de la noche en que sufrimos”.

“Antes de la muerte, la individualidad no existe”, respondería la Virgen Roja.

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