Cañada y bulevar. El semáforo corta. Ella ahoga la rabia y mendiga tres monedas al que pasa. El vacío la obliga a dejar que unos pasos mansos la lleven hacia la desnudez de lo decidido. Los autos, colectivos y taxis corren por el bulevar, dibujando una monotonía resignada a su lado. Y los pasos y su sombra la siguen.
Mete las manos en los bolsillos del pantalón. El interior de los bolsillos está roto. Ambos. Sus manos algo ásperas, un poco percudidas, rozan tibias la parte alta de sus piernas. Siente su propio cuerpo ajado, árido. Nunca para de mover las piernas. La suela gastada de sus zapatos se afirma sobre las baldosas de la vereda. Los pasos se repiten, se amontonan allá abajo, en un sitio donde ella ahora no llega a ver.
El mundo de afuera parece un organismo a punto de caer y la gente empieza a rodearla, la gente empieza a aparecer de las puertas, de las esquinas, de las cuevas y de las calles. Se detiene. Siente que sus pasos y su sombra recobran el aliento y deja caer su mirada contra una vidriera opaca, manchada de humedad. Al otro lado del vidrio ve un gato dormitando, en una banqueta de madera, sobre un almohadón. Ve los ojos cerrados del animal, siente el ronroneo desentendido que brota de él, siente la suavidad de su pelo. Precioso y desprolijo; y trata de retener en sus ojos los colores vivos del gato que se mantiene inmóvil, ajeno al organismo insostenible.
Retoma el paso. Cierra y abre los puños adentro de los bolsillos del pantalón. Corre por sus brazos la fuerza o la rabia, la energía llega a sus dedos y los contrae, los arruga, hace rozar las uñas mordidas y algo sucias contra sus muslos, escapando del bolsillo, escapando por los agujeros interiores. De a ratos, este gesto de cerrar y abrir las manos, este gesto de nervio o rabia, es copiado por sus dientes, por la fila de abajo y la fila de arriba de sus dientes, que no se despegan pero si presionan más o aflojan para volver a presionar. Los dientes y las manos parecen una sola mueca rumiante.
Su sombra la alcanza. A mitad de cuadra quiere pensarlo mejor, caminar más lento, como para buscar un momento de escape. El vacío de sus bolsillos y de todos los últimos días es parte del organismo insostenible que cae ahora sobre ella y no hay changas, ni caridad, ni capilla que la salve. Tiene hambre. Todos tienen hambre. Piensa en mirar para atrás, pero no lo hace. Retoma la marcha de antes, retoma también la mueca de las manos y los dientes que ya son una misma cosa y se deje ir.
El bulevar es ahora una corriente de humo y ruido que pasa a su lado. Los locales parecen postales, actos teatrales quietos. El aire que entra y sale de su cuerpo es poco, demasiado arenoso. Una pequeña tos explota en su pecho, escupe una saliva avinagrada que tenía en la boca y se limpia los labios con el antebrazo. Vuelve caminar.
Llega a la esquina, dobla a la derecha, usando los muros de los locales como custodio de su pasar. Se detiene de forma imprevista, impensada, siente culpa ante esto, pero gira su cabeza y sus ojos se dejan captar por un carro, tirado por un caballo de un color amarronado, algo indefinido, con unas crines oscuras, preciosas, desprolijas; conducido por dos pibes, cargados de botellas, colchones, tachos, bolsas y un montón de elementos sin forma o desconocidos. Los cascos del caballo y su eco quedan en los ojos de ella, que ya ha vuelto a girar la cabeza hacia el frente y está caminando, con miedosa decisión, hacia lo decidido.
Las baldosas del piso son otras y otros sus colores. Ella lo puede imaginar. La dureza del suelo y sus pasos siguen igual. Saca ambas manos de los bolsillos, se frota los ojos y en su pecho se mueve la realidad: la casilla hundida en la malaria, los nenes con las caras sucias y las sonrisas blancas, los días que llegan y la noche que tropieza; el hambre y la miseria feroces en la misma cara de la moneda. Sus pasos vuelven a andar.
Pasa frente al edificio de la Municipalidad. Ella y su sombra se resignan. Pasa frente a varias casas, frente a una ferretería, camina un poco más; ve un local de juegos de lotería y unas casas con rejas muy altas. Ella y su sombra se resignan. Y llega finalmente a la peluquería. Entra, su sombra queda en la vereda. Suspira para adentro, para que nadie lo note. Una mujer viene caminando a su encuentro. Duda. Un silencio fuerte la rodea. Cierra y abre los ojos. Ahora se ve sentada, frente a un espejo, con un plástico verde cubriendo la parte de arriba de su cuerpo. Contra el espejo ve la mano de la mujer con la tijera. Estira una pierna, afirma el zapato contra el piso y hace girar el sillón. Queda de espaldas al espejo: así podrá. Tiene los 3 hombros apretados contra la espalda, contra la nuca aún abrigada por su pelo. Y recuerda la mano suave de su mamá pasando por su cabello largo y negro; se acuerda del peine azul que empuñaba su madre y que con delicia hacía correr por toda la extensión de su cabellera; siente el perfume protector que sale del pecho de su mamá cuando se acercaba para hacer mejor el peinado; la mano de su madre y el peine eran partes de un mismo gesto, de una misma mueca o de una sola caricia. Primero corría el peine, luego la mano de su madre; ella ahora puede sentirlo, llorarlo y guardarlo. El peine ordenaba su pelo y la mano materna lo bendecía, todo el peso de su cabello se formaba en una fila obediente y larga, que pasaba su cintura y, tal vez, llegara a sus pies. Si ella pudiera ver hasta sus pies lo sabría. Recuerda que de niña tenía su larga melena oscura, preciosa y desprolija; y en su tiempo de escuela, recuerda su cabellera recogida. Siente la suavidad de su pelo de toda la vida. Y el golpe metálico de las tijeras se repite ahora, golpea rudo afuera, obstinado, cortando con su filo la sombra, separando la historia y el día por venir. Se sabe desnuda, los hombros y la nuca vacíos, siente ahora el frío metálico de tres monedas en su mano, el precio de su pelo, el precio de las manos de su madre, el precio del hambre, de la miseria y de la infancia desnuda. El precio de lo decidido.