No hay guerras ni buenas ni malas, ni justas ni injustas, ni limpias ni sucias, ni de liberación ni de salvación. Hay guerras.
Y “la inmensa mayoría” -como nos designara Blas de Otero- no quiere estar sometida a las sinrazones de los imperios, a los intereses de los Señores de la Guerra, a los desatinos de la desesperación. Queremos vivir en un mundo de paz, con la mano extendida más allá de nuestras diferencias, nuestras lenguas, nuestro color de piel y nuestros dolores y alegrías.
Por una de esas razones que suelen no ser casuales, el 24 de febrero llego a Tallinn, capital de Estonia, antigua República Soviética, actual República Báltica Independiente. El 24 sucedió la invasión a Ucrania. El 24 es el día de la Independencia de Estonia.
Ese 24, ya casi de noche (es decir, a las 5 de la tarde) camino por las calles empedradas de la Vanalinn (Ciudad Vieja), maravillosa testigo y sobreviviente de las muchas guerras de la historia, del fuego, las masacres y los saqueos.
Tallinn fue llamada Reval por los alemanes, y Kolyvan por los rusos, y esos nombres bastan para contar sus tiempos, su historia de avasallamientos y dependencias.
Camino por sus calles estrechas admirando las murallas, los restos del foso de defensa, los kiosquitos de almendras dulces, el maravilloso mercado de flores, las iglesias católicas y ortodoxas, los teatros, los balcones, los tonos rosados del barroco, las geometrías del gótico del Norte. Cuando me detengo en la Rae Koja Plaza (que, como imaginarán, es la Plaza Mayor) completamente adornada por pequeños pinos iluminados, me sorprende una gran manifestación de gente con velas.
Pregunto, y me dicen que después de los actos oficiales, la fiesta de la Independencia se ha convertido en una marcha por la Paz.
Entonces me llego hasta una esquina y aprovecho para hablar con quienes se han detenido y están dispuestos a decirme algo.
– “Estoy acá porque la guerra es cosa mala”
– “Yo vengo por mis hijos y por los que un día serán mis nietos”.
– “Yo viví en la Unión Soviética y no quisiera volver a esa experiencia”
– “Ucrania es un país libre. Tienen un mal presidente, pero no es razón para invadir”.
– “Yo soy húngaro. Me vine porque no tenía trabajo y porque allá encarcelan a la gente por pensar distinto. Entonces defiendo la libertad de todos”.
– “Usted de donde es? Ah, de América (ha pensado que soy “americana” es decir, estadounidense) entonces usted no sabe lo que es tener hambre”.
– “Los van a matar a todos”.
– “Estonia debe defender su libertad. Después de Ucrania vienen por nosotros. Lo siento en mi corazón”.
– “Ya se sabe que los dos imperios quieren robar las riquezas de ese país y no hay derecho. Señora, no hay derecho”.
Me quedo parada en la plaza y solo entiendo los pocos carteles escritos en inglés. “Peace”, “Stop war”, “Putin go home”. Miro desfilar esta marcha enorme que parece que nunca va a terminar porque la veo pasar de nuevo una cuadra más allá por las calles zigzagueantes de la Ciudad Vieja.
Y me queda resonando esa frase que me repite “no hay derecho”, y todo lo que ella implica en un mundo con poca justicia y muchos atropellos y atropellados.
Y recuerdo, acá, a miles de kilómetros de distancia, a mi amigo Aldo Parfeniuk, descendiente de ucranianos, y a sus poemas hermosos donde los abuelos y los padres se vienen a un país de paz perseguidos por el hambre y las guerras. Vienen, como muchas de nuestras familias con sus “muchas historias volviendo/ con el ir y venir de un oleaje de cielos/ mordiendo pedazos de tierra/ y escapándose./ Bajo la cerrazón de espesas humaredas/ olorosas a sucedidos de antes,/ a cosas idas/ a nombres y rostros del nunca más.”
Y me quedo pensando también si habrá alguien capaz de escuchar a esta gente, a la gente desesperada de Ucrania, a las gentes del mundo entero.
O si “los tigres de la guerra”, como me dice al otro día una profesora en la Universidad, “huelen sangre y sus garras aprietan cuellos inocentes”.