Después del 18 de diciembre del año pasado una bomba de sentidos y sentires explotó en Pedro, mi hijo. Se volvió loco con la Selección, con los colores de nuestra bandera hecha camiseta y, principalmente, con Lionel Andrés Messi. Desde Polonia en adelante vimos todos los partidos juntos. Si bien él jugaba con cualquier cosa mientras yo sufría y disfrutaba con la Selección, fue absorbiendo todo lo que se fue generando. Esa explosión de sentidos estaba cimentada por los videos de Youtube que veía, por la locura de la gente, por los bailes del Dibu, por el álbum del Mundial y, finalmente, por la explosión de alegría popular que se desató con la consagración. Fueron muchos estímulos en pocos días y la onda expansiva todavía se siente.
Uno de esos estímulos fue nuestro hit mundialista (“Muchachos”) y eso fue abriendo puertas a otras historias. Le conté del gol de Di María en la final, de los uruguayos del Maracanazo y la proeza que lograron. De la vez que fui al Mundial de Brasil en 2014 y estuvimos a muy poquito de lograr levantar la Copa. Le conté de esa y de todas las finales que lloré. Le conté de Malvinas, de los pibes que pelearon y de los milicos que los mandaron al muere. Le conté de Don Diego y de la Tota. Y, por supuesto, le hablé del Diego.
La euforia mundialista fue tal que en un par de días abandonó su -hasta ese entonces- deporte favorito, el básquet, y se volcó de lleno a patear penales, a gambetear macetas francesas, a hacerle el Topo Gigio a su madre, a bailar como el Dibu y festejar sus goles mirando al cielo, como Messi. Ama a Messi. Lo admira y lo imita y ya tiene cuatro camisetas con el 10 en la espalda. Fue su primer Mundial. Tenía cinco años (ahora seis) y quedará grabado en su memoria, espero, para siempre.
Todos tenemos nuestro “primer Mundial”. El mío fue el del 90. No hace falta contextualizar demasiado para que el lector sepa qué estímulos tenía un niño de 8 años. Tengo pocos recuerdos: mi hermana y yo volviendo a casa el día del debut contra Camerún porque la escuela estaba cerrada, mi viejo puteando a nuestros jugadores el día que jugamos contra Yugoslavia, las semis contra Italia, los festejos a pesar de la derrota, el álbum de figuritas y, por supuesto, la canción del Mundial. No había explosión de imágenes, no había casi nada pero existía una oralidad mágica. Con los chicos de la cuadra jugábamos a atajar penales, a ser Goycochea, como los pibes de ahora juegan a ser el Dibu.
Las edades se me confunden, pero de niño leía El Gráfico y miraba el VHS de Héroes, donde podía reconstruir la gesta del 86, el Mundial que no vi. Esa historia estaba fresca y vivía en el corazón del pueblo, y yo podía reconstruirla con imágenes inoxidables: los goles de Diego contra Inglaterra, los otros contra Bélgica, la final con Alemania y la vuelta olímpica. Yo cantaba a los gritos el estribillo de “Me das cada día más”, de Valeria Lynch, como Pedro canta hoy el de “Arrancármelo”, de Wos.
Nosotros (los pibes de mi cuadra y yo) soñábamos con ser el Diego, jugar como él, sonreír como él, tener el 10 en la espalda como él. Pero en esa época no vendían camisetas con número y, si la memoria no me traiciona, tampoco se vendían demasiadas camisetas en las casas de deporte.
Hoy, Pedro lleva el 10 en la espalda a todos lados y sueña con ser Messi. Unos días atrás, hablando de fútbol, le dije que teníamos que disfrutarlo porque ya tenía 35 años y no le quedaban demasiados años en la Selección. Salió corriendo y se puso a llorar. Él quiere que juegue para siempre. Es un niño de 6 años y todavía no entiende cómo funcionan los ciclos de la vida. Yo no lloré por fuera pero por dentro se me cayeron unas lágrimas. Pensé en Diego, en los chicos de mi cuadra y en las camisetas que nunca pudimos tener.