Algunas historias cruzan fronteras y tiempos. Se filtran en la cultura, cambian de forma, pero conservan su núcleo más doloroso. En la memoria de Margaret Atwood, la escritora canadiense que imaginó los rituales sombríos de «El cuento de la criada», también viven los ecos de una historia argentina.
En una reciente entrevista en Londres, donde presentó sus memorias «Libro de mis vidas» (Salamandra), Atwood -a punto de cumplir 86 años- recordó que la última dictadura cívico-militar en la Argentina fue una de las influencias más profundas al escribir su novela.
“La dictadura argentina, particularmente su costumbre de quitarles los bebés a las personas asesinadas y entregárselos a las élites de la época, fue decisiva”, señaló. “Esos niños crecieron y descubrieron que sus padres adoptivos habían asesinado a sus verdaderos padres”.
Sus palabras, más que una revelación, son un recordatorio de cómo los hechos reales dejan huellas invisibles en las ficciones. La autora trazó además paralelismos con otros episodios de la historia:
“Hitler robó bebés polacos rubios para convertirlos en alemanes; los rusos han robado muchos niños ucranianos; no sabemos dónde están”.

En «El cuento de la criada», Atwood construyó la República de Gilead, una teocracia totalitaria donde las mujeres fértiles son forzadas a la maternidad. Lo que parecía una invención distante resonó, sin embargo, con realidades que América Latina conoció demasiado bien.
Hablar de estas influencias no es revivir el horror, sino reconocer cómo el arte traduce la memoria. Porque, como recordó Atwood, las historias más terribles también son parte de la herencia cultural que obliga a mirar el pasado para no repetirlo.









