Después del 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, todos empezamos a ponernos sentimentales porque la cercanía de las fiestas, necesariamente, moviliza. Tanto es así que muchas personas afirman que la Navidad les hace mal por la combinación de recuerdos, culpas y reencuentros. Pero no siempre fue así: Antiguamente, esta época del año era un período salvajemente divertido donde lo último que se esperaba era recogimiento.
Navidad incómoda
Celebrar la Navidad en diciembre es, sencillamente, una mala idea. Y no solo por lo incómodo de comer garrapiñada y otros alimentos supercáloricos, o asar lechones durante cuatro horas, con el termómetro saltando por arriba de los 38 grados.
La extraña escenografía de nieve y pinos rodeando a personas sudadas tomando sidra caliente confirma que la Navidad, en diciembre, es mala idea. Además, digámoslo de una vez: Jesús nació en septiembre.
Pero la Iglesia Católica, con ese pragmatismo político que la caracteriza, decidió realizar su celebración principal en este mes para que su pueblo —los romanos—, que ya venían festejando la Saturnalia entre el 17 y el 23 de diciembre, no perdieran su fiesta. Y “benditos sean los que no tienen memoria porque ellos tendrán el paraíso”, dijo Nietzsche.
Cuando diciembre era realmente feliz
La Saturnalia, en homenaje a Saturno, dios de la agricultura, suponía todo menos un tiempo de recogimiento espiritual. Era, literalmente, lo contrario: un descontrol generalizado que duraba siete días y superaba cualquier fiesta de fin de año corporativa. Ni el Lobo de Wall Street se animó a tanto.
Todo empezaba con un banquete público y se extendía en celebraciones con excesos carnavalescos de todo tipo. Iluminados con antorchas y velas, los romanos daban por concluido el período de las noches más largas —el solsticio de invierno— y el pueblo entero se abocaba a estridentes bacanales multitudinarias, con gran cantidad de alcohol y el esperado final de orgías colectivas.
Este tiempo de relajación moral permitía que esclavos, militares y familias nobles se sumergieran en la diversión sin distinción de clase. Era habitual una subversión de roles donde los amos servían a los esclavos, completando un cuadro de frenesí democrático y carnal. La relajación popular era tal que hasta los sacerdotes —esos mismos que luego prohibirían todo esto— se dedicaban a las libertades amatorias sin pudor alguno. Regalos, decoración, bailes y juegos de todo tipo componen el legado de esta celebración
En el nombre del hijo
Las descontroladas Saturnales se celebraron desde el siglo III A.C. y hasta el siglo IV D.C. Sin temor a equivocarnos, diremos que Jesús —habitante de confines gobernados por los romanos— participó de estas fiestas pecaminosas sin saber, ni remotamente, que terminarían siendo la sagrada celebración de su cumpleaños.
El hijo de Dios rodeado de romanos borrachos debe haber pensado que, cuando se pueda, dejaría los regalos y un poco de alcohol. Y nada más.
La enorme orgía -censurada- en Argentina
En nuestro país tenemos una gran Saturnalia fundida en bronce, integrada por un noble, una prostituta, dos clérigos borrachos, un guerrero, un músico, varias damas y hasta un esclavo. Todos ellos, como manda la circunstancia, unidos y revueltos en una ardiente y firme metáfora de los diciembres romanos.
Y nosotros podemos espiar: el complejo escultórico está en el Jardín Botánico y es una réplica de la original, que se inauguró en la Galería de Arte Moderno de Roma y cuya autoría pertenece al artista Ernesto Biondi. Este escultor trabajó para la primera versión europea durante toda una década. Se inauguró en el año 1900.
Hernán Cullen Ayerza, integrante del cuerpo consular argentino en Roma entonces, se entusiasmó con la idea de traer una réplica para nuestro país y se lo propuso al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que accedió encantado.
La copia llegó al país en 1910, justo para el Centenario. Y aquí empieza la verdadera historia argentina.
Cuarenta años de sexo grupal en el jardín de la casa
La aduana consideró ofensiva la temática de la escultura e invirtió dos años en «reflexionar» sobre la conveniencia de su permiso de ingreso.
Cullen Ayerza, ya repatriado y harto de los burócratas, decidió ubicar el complejo escultórico en el parque de su casa. La esposa del señor debe haber sido extraordinariamente tolerante —o extraordinariamente divertida— para permitir que esas 25 toneladas, con 6,5 metros de ancho y casi 2 de alto estén al lado de los geranios. Durante cuarenta años.
El periplo de la censura
Cuando, en 1957, Cullen Ayerza falleció se donó la pieza al Museo Nacional de Bellas Artes. Las autoridades, aún dubitativas por las formas de celebrar la Navidad romanas, la condenaron a un depósito. Fue Arturo Umberto Illia, presidente de la Nación y médico de profesión —tal vez por eso menos asustado de cuerpos desnudos— quien rescató la obra y propuso su instalación en Buenos Aires.
Pero el capítulo más argentino estaba por venir: la dictadura militar de 1976 la censuró por obscena. Sesenta y seis años después de su llegada al país, alguien decidió que seguía siendo una amenaza para la moral de la patria y volvió a su condición invisible.
Vuelta la democracia, en busca de muchas obras perdidas, se la recuperó de un sector donde se acumulaba estiércol. La metáfora era perfecta: una escultura celebrada en el mundo entero, enterrada en mierda por pudor local.
Erecta para todos
Hoy, la Saturnalia lleva 31 años en el Jardín Botánico, protegida por decreto y más erecta que nunca. Es un vigoroso homenaje para contar otra cara de la historia mundial y, claro, nacional, entre villancicos y luces de colores.-









