Cuando promediaba el año ’55, la inestabilidad del peronismo se acrecentaba día a día. La confrontación abierta con el poder militar y clerical, más el rechazo generado en los sectores medios, hacían tambalear el gobierno.
A partir de esta situación de incertidumbre y tras el bombardeo a Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955, el líder del Ejecutivo encarará un proceso de pacificación, prometiendo mayor amplitud y diálogo en la toma de decisiones. Como parte de ese proceso, nombró ministro del Interior al riojano Oscar Albrieu, un viejo radical que había estudiado y militado en la Universidad Nacional de Córdoba. Albrieu, apenas asumido, se estableció una meta:
_Necesito sectores intelectuales que sin adscribir al peronismo acuerden con el proceso de pacificación.
Esa base, sabía, estaba en Córdoba. Y su contacto era el comunista Juan Zanetti, viejo perseguido del peronismo y que había sido cercano, con el nuevo ministro, al grupo Insurrexit. La primera reunión se realizó en el estudio de Zanetti, en Rivera Indarte al 400. Allí se reunirían el ministro junto a un grupo que, como dijo el por entonces militante universitario Raúl Faure, “no quería sumarse al conglomerado clerical oligárquico”. En la pequeña oficina se contaba al anfitrión junto a Gustavo Roca (hijo de Deodoro), Eugenio Reatti, Julio Méndez López (primo de Atilio López), Lucio Garzón Maceda, Raúl Faure, Arturo Zanichelli, el anarquista Pepe Hurtado, Silvio Mondazzi (a la postre, candidato a gobernador de Córdoba en 1973 por el FIP de Jorge Abelardo Ramos) y algunos pocos más. El ministro les dice lo que tiene que decir “con su natural bonhomía”, supo recordar Faure. Albrieu les explicó que en Córdoba se radicaba el núcleo cívico militar, inspirado en círculos católicos, que planeaba un golpe. Y si bien dudaban de la fortaleza del grupo, sabían que cualquier intento podía condicionar las inversiones de Estados Unidos. Y que los había llamado a ellos porque entendía que el grupo gozaba de prestigio y que un pronunciamiento contra el golpe mostraría al país que “no estaban rotos los puentes de la concordia”. Que junto a ello comenzaba, desde entonces, un plan de pacificación. Salieron de la oficina de Zanetti con más dudas que certezas. El sabattinista Ernesto Aracena se abrió de modo inmediato, que algunos apoyaron de modo individual, pero que avisaban que sus espacios no acompañarían.

Pocos días después de la reunión, Roca citó a un amplio grupo de hombres pensadores a su casona de Ongamira. Además de Lucio Garzón Maceda, se acercaron viejos militantes universitarios como José Antonio Mercado (ex diputado por el Partido Demócrata, padre de Tununa), Carlos Fernández Ordoñez (el mejor sonetista argentino, según Jorge Luis Borges), Esteban Gorriti (ex presidente de la FUA); Carlos Becerra (diputado por la UCR con explícitas cercanías al PC, padre del homónimo también dirigente radical) y el que, once años después, sería intendente de Córdoba durante la dictadura de Onganía, Hugo Taboada. Pese a la imagen que aún se conserva de aquella cumbre en la Ongamira de 1955, lejos de cualquier ruido que la urbanidad pudiera contaminar, la intelectualidad política cordobesa a pleno, diecisiete hombres posando para una foto, todos con la vista al frente de las cuevas formadas por esas areniscas rojizas cantadas desde siempre por Yupanqui, el lugar más triste del planeta para Neruda. Allí, donde todos sonríen amistosamente, salvo Garzón Maceda, que aún joven se ríe poco, y hay abrazos y pareciera haber coincidencias, ese día, en Ongamira, no hubo acuerdo. Parte de esos hombres sonrientes para la imagen eterna consideraban al peronismo un régimen totalitario. Ya no había conciliación posible. Ni en el grupo de amigos ni en el país. No obstante el rechazo de buena parte de los nombrados, Roca logró, junto a otros cuarenta hombres, lo que había pedido Albrieu. Fechado el 7 de agosto de 1955 y redactado por Lucio Garzón Maceda, el documento llevó el título ‘Por una convivencia democráticaʼ. Y dice:
“Frente a los actuales acontecimientos políticos de la República y con motivo del llamado a la pacificación nacional hecho por el señor Presidente…”. Los cuarenta y un firmantes dirán que comparten el anhelo de la pacificación, pero que ésta será posible sólo si se le garantiza “a la clase obrera y al pueblo los derechos y libertades que les faltan”, todo en clara clave reformista. A su vez, denuncian “a las fuerzas reaccionarias, oligárquicas e imperialistas, eternas enemigas de la libertad, de la democracia y de la soberanía (que) han ganado la calle en los últimos tiempos con el propósito de confundir las conciencias obreras y populares y detener al progreso político y social del país”. Y que estas fuerzas reaccionarias pretenden “retrotraer al país a una etapa definitivamente superada: la anterior al 4 de junio de 1943”. Por todo esto, “las fuerzas populares y progresistas no deben hacer el juego a la reacción en ascenso”. No obstante la fuerte crítica a los opositores del peronismo, los cuarenta y un firmantes también dejaban en claro su rechazo al convenio celebrado entre el Estado y la California Argentina de Petróleo. Pero, sobre el cierre, vuelven sobre lo que, entienden, ha sido promisorio de estos años: el fortalecimiento de la separación del Estado y la Iglesia, la reforma agraria, la soberanía nacional y la solidaridad con los pueblos dominados por el imperialismo.
Sin embargo, los intentos pacifistas de Perón fueron de corto aliento. El 31 de agosto el presidente lanzó su célebre “5 por 1” y nada quedó en pie. En el medio, el dirigente peronista Teodoro Funes, padre del homónimo que luego fuera diputado nacional, llevó el documento hasta la Casa Rosada, donde tenía acceso directo. Frente al general, se lo dio en mano. Éste lo leyó y dicen que dijo:
_ Esto es lo que hay que hacer. Tienen razón estos cuarenta pelandrunes de Córdoba.
Desde entonces, los cuarenta y un hombres que buscaron evitar el golpe de Estado se comenzaron a nombrar a sí mismos como los cuarenta y un pelandrunes. Pero ya era tarde. Faltaban días para el 16 de septiembre de 1955.