Philippe Sollers, contemporáneo de sí mismo

Por Antonio Oviedo

Philippe Sollers, contemporáneo de sí mismo

A Ricardo Oliver (1945-2023), in memoriam

Arte de la sorna

Discordias, desplantes, polémicas, provocaciones, irreverencias, originales logros literarios, jalonaron la vida de Philippe Sollers, cuya muerte ocurrió en Paris el pasado 5 de mayo de 2023, a los 86 años. A su actividad de escritor la inauguran dos primeros libros: “El desafío” (1957) y “Una curiosa soledad” (1959). Respectivamente celebrados con igual énfasis por dos importantes escritores de tendencias políticas opuestas: François Mauriac (católico gaullista) y Louis Aragon (comunista). El tono del comentario de Sollers acerca de la citada convergencia ya anticipaba sus vitriólicos sarcasmos ulteriores: “Empecé mi carrera con el doble padrinazgo del Vaticano y el Kremlin”. No fueron escasas las expresiones de este arte de la sorna practicado sin concesiones: en todos los ámbitos en los que Sollers dejó una marca inconfundible dicha faceta adquiere primacía y sus expresiones se muestran tan inapelables como reveladoras. Una impugnación sin miramientos al conformismo también reflejada en las palabras de Nietzsche que PS cita: “Me asalta con frecuencia el temor de que después de muerto se me quiera canonizar”.

Fragmentos vs. totalidad

Su obra editada a lo largo de más de 60 años rechaza la raquítica comodidad de las clasificaciones; cada uno de sus 84 libros reclama un lugar propio, autosuficiente si se quiere, pues se retira y a la vez participa junto a las demás publicaciones. Éstas no vacilan en otorgarle prioridad a cada título como si éste no tuviera relación con los demás; sin embargo, autores, temas, esbozos, articulaciones, acercamientos, conjeturas, etc. incorporan nexos que les permiten una y otra vez reafirmarse bajo tratamientos y perspectivas disímiles. Son -diría Maurice Blanchot- cual fragmentos que se resisten a formar parte de una totalidad, que incluso la socavan para adquirir entonces un espesor inalterablemente propio. Ya se trate de la ficción, de la crítica literaria, de la crítica de arte (Cézanne, Francis Bacon, Willem de Kooning, Picasso, Fragonard), de la autobiografía, del diario, de la correspondencia, de la entrevista, de los ensayos biográficos (Casanova, Mozart, Céline, Vivant Denon, etc.), de las revistas que fundó: Tel Quel (1960) y L’infini (1983), etc., en todos los casos la existencia del conjunto descubre una heurística como vehículo de hallazgos e invenciones que se reformulan siempre de un modo diferente.

Contemporáneo de sí mismo

¿Cómo entró PS en su época? ¿cómo permaneció en ella para luego salir? Son dos preguntas inseparables, ninguna puede existir sin la otra y viceversa; incluso el mismo Sollers las está siempre formulando, ora de modo elíptico ora abiertamente. Sus movimientos subterráneos activan incesantes vaivenes existenciales, literarios, culturales o políticos; ellos hacen aflorar a ese contemporáneo de sí mismo, es decir, a alguien que no recurre a nadie para adquirir dicho estatuto; toma distancia de la actualidad pues concibe/ delimita/ cultiva un tiempo propio, distinto e irreductible al del resto. Dentro de esta posición se inscribe la afirmación de PS en sus “Memorias” (2007): varias vidas pueden caber en una sola. Rotación trepidante en la cual el escritor adopta innumerables identidades que afloran escalonadamente en diversas coyunturas. “Cuando escribo -insiste en “Discurso perfecto” (2010)-, por más que me llame Sollers, surge algún otro, cuya naturaleza tengo la impresión de que aún no ha sido examinada por nadie”. Un otro que, para serlo, rehúye definiciones precisas dado que se halla sumido en un devenir cuyas inestabilidades e impasses moldean esa contemporaneidad sui generis inescindible de un desfasaje cronológico portador de impensadas bifurcaciones.

Sollers / Lacan / Marx / Balzac

Philippe Sollers: el outsider de la literatura francesa; el ex sesentayochista que observa cáusticamente la política; el verborrágico entrevistado de la TV que siempre pone al rojo vivo las contradicciones; el católico-maoísta capaz de proclamar que “los dos acontecimientos fundamentales de la humanidad fueron el cristianismo y la revolución francesa”; el admirador incondicional del Cardenal de Retz, de los jesuitas y de la mítica y siempre esquiva Fronda; el interlocutor de Jacques Lacan, con quien dialoga fluidamente durante sus seminarios y al que rinde un elocuente homenaje: “el mayor hereje de la iglesia analítica, el aguafiestas de la interpretación, el diablo, el molesto, el cuestionador, el jodido, el insolente”, en fin: “el creador de un estilo inimitable, el que abrió sus clases a todos e introdujo el desorden tanto en los divanes como en la universidad”. Y en el siglo XIX exaltó la arrolladora fuerza de gravedad de Balzac (“un fanático del trono y del altar”: PS dixit) que construyó el gran espacio novelístico de la Comedia Humana, donde Marx leyó una crítica sin contemplaciones a los egoísmos y ruindades de la sociedad burguesa drásticamente confirmada por el estallido de la revolución de 1848. En cuyas páginas PS, por su parte, descubrió a quien secretamente anhelaba emular: al Balzac diurno, esto es, al etnólogo, mundano, curioso, impiadoso, y al Balzac nocturno que escribe sin pausas desde la medianoche hasta el amanecer y, paralelamente, articula una “prodigiosa máquina de leer”. Balzac: viviendo modestamente, frecuentando a duquesas y condesas, sabe, asimismo, ocultarse de sus acreedores en ese “gran teatro de efervescencia verbal y política” llamado Paris cuya aura ejerció también sobre Proust, Breton, los surrealistas y Walter Benjamin (con su monumental “Libro de los Pasajes” atravesado por la figura díscola y genial de Baudelaire) una atracción igualmente poderosa.

Sollers escritor

Entre 1966 y 1979 Roland Barthes, mediante sucesivos análisis sobre novelas de PS, desarticuló los tediosos lugares comunes de una crítica estereotipada. Indisociable de una vanguardia que radicalizó sus procedimientos y tramas -precedida por el nouveau roman de Nathalie Sarraute, Robbe-Grillet, Marguerite Duras, Michel Butor, etc.-, PS puso el acento en la escritura como dispositivo de una tenaz experimentación orientada a hacer estallar los moldes de la narración convencional. Así lo enuncia PS en la extensa entrevista de “Visión en Nueva York”: “el acto de escribir guiando el relato y el relato narrando el acto”. Concomitantes, las palabras de Barthes en su ensayo “Sollers escritor” muestran que las novelas de PS (Drame, Le Parc, H, Logiques, Lois, Nombres o Paradis) introducen no sólo una revisión de la manera de escribir sino una concepción innovadora de la relación del escritor con lo real (con el peso del referente o la cosa). Importa, al respecto, no obviar un aspecto esencial inherente a la legibilidad de la prosa literaria de Sollers: la falta de puntuaciones, el uso de minúsculas, la omisión del soporte gramatical de la frase, fundan un nuevo ritmo de lectura más ralentizado que registra -asegura Barthes- pausas, inflexiones de la voz, infrecuentes encadenamientos sintácticos; todos elementos que modulan una sonoridad singular empeñada en lograr esa “acústica del libro”, para utilizar la magistral expresión de Marguerite Yourcenar.

Proust y Céline: asimetrías y afinidades 

“En el siglo XX, señala PS, pongo a Proust y Céline a la misma altura”. Recién en 1909 Proust escribe las primeras frases de los siete tomos de “En busca del tiempo perdido”, su colosal meditación sobre la memoria y sus laberínticas ramificaciones. Los manuscritos exhiben la caligrafía impaciente y nerviosa de su autor; late una suerte de temblor que jamás se aquieta cada vez que la pluma roza el papel. Pero Proust dibuja con esa misma pluma fisonomías, pájaros, caballos, carruajes, balaustradas, frontispicios, cariátides que desembocan con total desparpajo en el acontecer narrativo. Mediante términos casi análogos Sollers elabora sus disquisiciones en el ensayo “El ojo de Proust” (1999). Su lectura dilucida los dibujos que éste fue ávidamente introduciendo en frases ensambladas mediante tentaculares subordinadas. El pasaje de la escritura de Proust a la de Louis-Ferdinand Céline (el escritor maldito que descendió a los infiernos del antisemitismo y del más abyecto colaboracionismo con los nazis) no resultó menos vertiginoso: el séptimo tomo (“El tiempo recobrado”) de Proust se publica en 1927, cinco años después de su muerte. Y en 1932 aparece la obra maestra de Céline, “Viaje al fin de la noche”. Si en Proust los dibujos son ineludibles, Céline decide que todas sus frases “concluyan” mediante puntos suspensivos: sin ellos la frase quedaría trunca, se esfumaría; los puntos suspensivos son la respiración de la frase del escritor asmático. A diferencia de la de Proust, la frase celiniana se distingue por su brevedad. Hay urgencia por llegar a los puntos suspensivos, allí es donde la frase “dibuja” su culminación, provisoria, hasta que… empieza la siguiente. En cambio, la frase proustiana puede diferir o postergar su punto final, incluso erigir falsos micro límites que la van llevando a un afuera de la página. Dos estructuras dispares que, sin embargo, crean un suelo común que les brinda una sutil afinidad.

Agente secreto

Bajo el título de “Agente secreto” -publicado un año antes de su muerte- Sollers convoca los ubicuos y cambiantes rasgos de “su”, valga la obviedad, autorretrato hecho de gestualidades, muecas, ademanes, conductas, actitudes, las que trazan una frágil representación que, si bien rehúsa ser verosímil, no por ello renuncia a ser indispensable. Y que  va cobijando dispersas huellas de sus preferencias -Venecia, China, el siglo XVIII, Manet, Poussin, la infancia y una madre entrañable, incisivas lecturas de Rimbaud o de Hölderlin, elogio a las magnéticas versiones de la pianista Martha Argerich- en las que la elección del oficio de agente secreto (¿el que pasa inadvertido en la ciudad enemiga, según la perspicaz descripción de George Steiner?) amalgama tanto el mutismo como la palabra a fin de recrear, una vez más, múltiples identidades. Nada sobra, pero siempre algo falta: paradoja indisociable de las formas pendulares de esa contemporaneidad recurrentemente tematizada por PS en sus libros. Dicho de manera sucinta, una contemporaneidad que desemboca en un individuo y éste, PS, siempre forja una relación dual con cada una de sus bruscas metamorfosis: las rechaza para aceptarlas.

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