PK2

Por Elena Ninci

PK2

En 1333 el Diablo corría sin aliento rumbo a la Capilla de Péché. En los brazos llevaba un niño. Alguien dijo que el último sostenía al primero.

El monje encontró al cantante de la Iglesia de Saint Hilarie temblando de frío.

Una vez recuperado, el niño de voz extraordinaria confesaría haber robado un Rosario de plata, madera y marfil que estaba enroscado a un árbol de manzano, en el cementerio de su pueblo, desde siempre. Pensó que haría buen dinero, le sería más útil a él que al árbol. La noche del robo lo escondió en su casa, allí no se atreverían a buscarlo porque hacía tiempo que su madre estaba postrada y moribunda. A la mañana siguiente la oyó llamándolo desde la huerta, completamente recuperada. Un milagro había acontecido para el niño pero su felicidad sería breve. Cuando los guardianes del cementerio comenzaron a buscar al culpable, decidió huir.

Luego de escuchar la confesión del niño, el monje le ofreció refugio en la Capilla de Péché. Había oído acerca de la calidad de su voz por eso le ofreció protección, alimento, y un lugar privilegiado en un Coro que formaría, a condición de que cantara oculto, nadie debía verlo.

El Rosario milagroso quedó escondido en un lugar secreto de la capilla bajo la custodia del párroco. Intuía que niño y Rosario estaban ligados por el destino.

Él sabría cuidar bien de los dos.

Los monjes de Saint Hilarie no tardaron en elevar gritos al cielo por el robo del objeto sagrado. La gente de ese pueblo llevó luto por mucho tiempo por la desaparición de su niño prodigio, al que creyeron muerto.

A pesar de los hechos en el Condado de Carcassonne los dos templos siguieron con sus letanías.

Todo lo acontecido representaba una señal del Señor para el monje de Peché. Era un hombre gris, de mediana edad, siempre triste como su predecesor ciego, a quien sirvió hasta la muerte. No sabía leer ni escribir y a sus conocimientos los había aprendido con su tutor, de memoria. Falto de interés, no recordaba el Padrenuestro completo, el orden de los mandamientos y hacía un gran esfuerzo para no olvidar los pecados capitales y las virtudes teologales.

A la muerte de su Maestro heredó una capilla pobre, sin campanas ni relicarios, sin libros, sin música ni coro, y sin nombre. El anciano nunca bautizó la capilla que era conocida por todos como la “Chapelle Sans Nom”, la “Capilla sin Nombre” del pueblo Peché.

Los fieles no tributaban, la tierra había quedado desolada por la peste y la sequía.

Sin moral, los pecados no expiaban, sin dinero, nadie pagaba por la absolución. El monje, conocido haragán, tenía el camposanto descuidado, las cruces caídas, las plantas medicinales secas, sin legumbres ni frutos.

El abandono era tal que en años no se habían celebrado casamientos ni bautismos, extremaunciones, funerales o exorcismos. La última bruja del pueblo había muerto de vieja y en su casa, no en la hoguera.

El párroco no recordaba cómo había llegado a ese lugar ni cuál era su misión. Se le había inculcado prescindir de todo y abstenerse de necesitar algo. Eso le resultó sencillo porque las caravanas de viajeros – es decir el Mundo -evitaban el lugar.

Con el tiempo comenzaron a notarse cambios en Péché. El canto del niño atraía fieles de otros pueblos que, como embrujados, dejaban de asistir a los templos de sus propias comarcas condenándolas al abandono.

La sublime voz atraía a comerciantes y nobles, músicos, rameras, clérigos, eruditos y granujas. Muchos se establecieron en la región, que prosperaba.

El monje podía ver que las dotes para la iglesia aumentaban tanto como su avidez. Encerró al niño para evitar que escapara, obligándolo a cantar con la pierna encadenada a una columna. Sólo debía estar libre su garganta.

Mientras Saint Hilarie empobrecía, la “Capilla Sans Nom” de Péché lograba categoría de Iglesia.

La ambición del párroco era grande, se dio cuenta de que no tenía huesos de mártires, ni apariciones, ni aguas curativas, nada que ofrecer excepto la voz del niño.

Eso no alcanzaba para convertir a su Iglesia en Abadía, necesitaba Dinero, una Reliquia y un Obispo.

Recordó el Rosario y ordenó a los monaguillos que esparcieran la noticia de un objeto milagroso que habría salvado vidas y lo expuso a los fieles con gran cuidado para evitar el robo. Su idea funcionaba y el Rosario obraba maravillas. La noticia llegó a oídos del Obispo que decidió visitar Péché. Llevaba con él suficiente dinero para construir la Abadía y ponerla a cargo del monje. Preciosas biblias, libros únicos y partituras también fueron entregados a la flamante biblioteca.

Pero el nuevo Abad de Péché no sabía leer ni letras ni notas. Su frustración lo llevó a excesos inusitados: banquetes pantagruélicos, amoríos clandestinos con doncellas,

jóvenes, viudas y meretrices. Había escuchado a su Maestro decir que el peor pecado era no ser feliz. La codicia lo llevó a cometer crueldades y atropellos ganando así el desprecio de algunos de sus pares y la envidia de otros.

Decidió encerrar al niño de la voz sublime en una cripta. Los Peregrinos del Rosario llegaban en masa a la Abadía y los milagros se sumaban, el oro y la plata también.

Las larvas del vicio comenzaron a corroer los cimientos de Péché que dejó de ser la “Capilla sin Nombre” para llamarse la “Abadía de los Pecados”.

Un día fatal se presentó, sin aviso, la Inquisición.

Ordenaron abrir el cofre de cristal que contenía el Rosario. El Gran Inquisidor miró cada cuenta con ojo experto y gritando arrojó el objeto al suelo. Poseía en el centro de la cruz el Símbolo Prohibido, la marca de los derrotados herejes cátaros.

Con su dedo acusador impuso el veredicto, había que deshacerse del Rosario antes del alba.

Cuentan que la Abadía de Péche ardió toda la noche. El Inquisidor miraba satisfecho.

Buscaron al niño prodigio pero ningún alma viviente lo había visto. Sólo conocían su voz.

Del monje no se supo nada mas.

Entre las cenizas de la Abadía, sobre la piedra fundacional, encontraron grabada una estela: VIII PK2 Kp † ALES
Nadie supo quién había realizado la inscripción.

Años más tarde el Inquisidor ordenó destruirla porque se trataba de un error gravísimo. Estaba escrito que ocho eran los pecados capitales.

Todo el mundo cristiano acepta que son siete, dijo. ¡Esos siete destruyeron la Abadía de Péché!

Él sabía bien que eran ocho pero guardó el secreto.

El octavo pecado era La Ignorancia.

Las cenizas de la “Abadía de los Pecados” se esparcieron por toda Francia provocando la siniestra, oscura guerra que atormentaría a Europa durante cien años.

En 1337 alguien corría sin aliento rumbo a la Capilla de Saint Hilarie. En sus brazos llevaba un niño. Se dijo que el último sostenía al primero.

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