Recuerdos: como kamikazes buscando ceniza

Por Nicolás Jozami

Recuerdos: como kamikazes buscando ceniza

I

Los recuerdos son la enfermedad del tiempo, ese enemigo que mata huyendo, como escribió Quevedo. A la vez, son un atributo de la conciencia que demuestra que lo vivido es incompleto, ya que, si no, no tendrían su razón de ser. Vivir en un eterno presente dejando de lado lo que se acaba de vivir sería no sé si más feliz, o más aterrador.

La nostalgia es -etimológicamente hablando- la pena o desdicha por el recuerdo de una dicha perdida. Y en el transcurrir temporal sucede el vaivén: dolor por lo que no está, pero fulguración por eso que fue. Y que fulgura porque ya no se tiene.

II

El poeta y narrador italiano Cesare Pavese escribió una serie de ensayos donde se entromete obsesivamente con la pérdida de la infancia, con volver a recuperar aquello que se vivenció. Para describirlo utiliza la etnología, el componente mítico y una cadencia de escritura monótona, parte de su gran y apocado estilo. Dice en “Sobre el mito, el símbolo y otras cosas” que “El mito es, en definitivo, una norma, el esquema de un hecho ocurrido de una vez por todas, y su valor proviene de esta unicidad absoluta que lo eleva fuera del tiempo y lo consagra como revelación. Por eso el mito se produce siempre en los orígenes, como en la infancia: está fuera del tiempo”.

En el titulado “Estado de gracia”, precisa: “El hecho de que nuestros recuerdos oculten su fuente, significa justamente que surgen de la esfera de lo instintivo-irracional”. La paradoja está sembrada: nunca vemos las cosas por primera vez, sino por segunda; y las descubrimos simultáneamente al recordarlas. Un niño vio una única vez un árbol; todo su esfuerzo posterior estará centrado en encontrar -en todos lo árboles que vea, imagine- ese primero, que es el verdadero, cuya referencia está perdida.

III

Nadie escapa al estado auroral de esa vivencia pavesiana, porque nadie escapa -si aún vive- de haber sido más joven, niño, cuya llave reparadora de esos estados es el recuerdo: los primeros olores en la plaza; el chasquido del agua en el cuerpo en la primera lluvia que afrontamos fuera de casa; el dorado y exacto sabor de la comida que hacía nuestra abuela; la caricia que se hizo epifanía y que buscamos restaurar sin conseguirlo. La lista es interminable porque, como decía Pavese, cada quién tiene ese submundo mítico que busca desasosegadamente para conocer realmente quién es.

Hablando de agua y lluvia, Juan José Saer tiene unos versos que cuadran bien a lo que mencioné antes: “La infancia/ es el sólo país,/ como una lluvia primera/ de la que nunca, enteramente, nos secamos.” Añado: no porque no querramos secarnos, sino porque no podemos. No es melancolía: la nostalgia de la infancia (sobre todo la feliz) es una aventura que se practica porque se sabe que los obstáculos están demasiado lejos; la melancolía remite en cambio al quedarse adherido al pasado sin poder salir de allí, porque los obstáculos del presente se confunden con aquellos, y afantasman la convivencia con lo cotidiano.

IV

Todo lo anterior sirve de prólogo a esta última sección. Hace unos días recibimos -me exculpo por lo autobiográfico, aunque me salva en parte el tema de la nota- la visita de mi hermano con sus hijos. Fue muy poco el tiempo que se quedaron en casa; un viaje relámpago desde La Pampa, que cumplía con la promesa a mis sobrinos de visitar a su primo y tíos. En lo intempestivo de las actividades compartidas, pileta, salidas, comidas, charlas, juegos, sentía cómo buscábamos encender la mecha con los consabidos ¿te acordás?, ¿qué es de la vida de…? ¿el barrio cómo está?, entre algunos otros comodines que nos empujaban a la dimensión demasiado conocida de la infancia y juventud compartida. Parecíamos kamikazes buscando la ceniza en la cual ir a estallar para reavivar el fuego. Y no sólo era con las palabras; también con los gestos: desde cómo tirarnos en la pileta para salpicar, cómo comernos las uñas como si nadie nos viese, cómo pegarnos cariñosamente en la espalda para rematar un chiste, cómo revolver el yogurt o la leche para los chicos.

Sé que con mi hermano el aroma del tiempo fue el del pasado. La niñez rememorada suele ser egoísta. Luego la despedida, el chau dicho al oído antes del abrazo, el auto yéndose lentamente (¿vieron cómo cuando viene alguien querido de visita que hace tiempo no vemos se va demasiado despacio?) como si acompañara un cortejo fúnebre. Los recuerdos son la impostura y el claro ejemplo de que no podemos vivir todo lo que queremos, o que cuando vivimos, no lo hacemos completamente. Los dos bocinazos a unos buenos metros de casa rompieron el hechizo: parecían decirme -y seguro decirle a él- ¡che, estamos acá, vivimos el presente, tenemos que resolver los problemas de todos los días! El estado de gracia se interrumpe, pero sabemos que está perdido porque lo hemos experimentado.

Salir de la versión móvil