Resistencias sororas en la cárcel colonial

Por Jaqueline Vassallo

Resistencias sororas en la cárcel colonial

La reciente Feria del Libro de Córdoba nos permitió visitar distintos puntos culturales, entre ellos el Cabildo. Todo un emblema del patrimonio cultural local, pero también un espacio de Memoria, y en el que también se encuentran los vestigios de la cárcel que funcionó en tiempos coloniales y en la cual hubo una celda destinada a las mujeres.

Vale recordar que en ese entonces no sólo en la cárcel de Córdoba, sino en todas las existentes en ciudades de América, habitaron tanto varones como mujeres, sujetos a potestades punitivas muy diversas y por los más variados motivos: la comisión de delitos, contravenciones, faltas privadas, demencia y hasta por sospechas de herejía.

Y si bien asociamos estos ámbitos con agobios, sujeciones y opresiones que imprimió la gestión del orden colonial -y obviamente así fue-, también se produjeron actos de resistencia y se tendieron lazos de solidaridad entre los recluidos, especialmente entre las mujeres, como así quedó demostrado durante un verano de finales del siglo XVIII.

Corría el mes de febrero de 1792 cuando María Ochoa reconoció en una sumaria tramitada por el Defensor de Pobres, Francisco Antonio Gómez, que había herido en una mano con una tijera al alcaide de la cárcel, Vicente Crespillo, frente a los reiterados ataques sexuales que tanto ella como algunas compañeras de celda venían sufriendo desde hacía mucho tiempo.

María, en ese entonces, cumplía su condena de ocho años de presidio y se había convertido en la líder dentro de la celda que ocupaban las mujeres. Ella, junto a Margarita Montiel y María Luque -también acusadas de participar en el homicidio de sus maridos- eran las presas más antiguas, y fueron contundentes en sus testimonios, según podemos leer en el expediente que se inició para investigar los abusos en los que incurría Crespillo, hoy albergado en el Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba.

Ellas, como tantas otras mujeres pobres de entonces, fueron destinatarias de los dispositivos de vigilancia y represión que se implementaron con las reformas borbónicas. Conocían la vida cotidiana en la cárcel, las esperas que implicaba el cumplimiento de los tiempos procesales, el trato que recibían por parte de los funcionarios, así como del doble castigo que se les imponía por ser mujeres, cuando se las obligaba a cocinar para todos los presos.

Sabían de las diversas notificaciones procesales que recibían sus compañeras de encierro, de las solturas y de las sentencias que les aplicaron por los hechos que las juzgaron. A diario vieron pasar numerosas mujeres que eran detenidas sin causa judicial, y otras, por disposición de las más variadas autoridades judiciales (incluso por indicación de maridos y amos). Ellas, con la contundencia de sus testimonios, terminaron por sellar la suerte del alcaide.

Y, si bien vivían una cotidianidad compleja, en ocasiones no exenta de violencias que atravesaban sus vínculos, estas mujeres estuvieron atentas cuando alguna era sacada del calabozo por Crespillo con alguna excusa, para luego ser violada: le tiraban piedras, y hasta gritaban cuando las manoseaba e insultaba. Todo ello ocurrió hasta el día que María lo hirió y, a continuación, aprovecharon la rendija que les abrió el paternalismo de la justicia de entonces para proceder a denunciarlo.

Los relatos de las mujeres consignados en el documento revelan estrategias de cuidado mutuo, de vigilancia atenta y de resistencia. Incluso podríamos pensarlas en términos de “sororidad”, siguiendo de cerca la propuesta de la investigadora española Ángela Atienza.

Tras los hechos, Crespillo fue detenido por orden del Marqués de Sobremonte -quien detentaba el cargo de Gobernador Intendente- y pasó a ser compañero de celda de los varones sobre quienes hasta ese momento había ejercido su poder. Sin dudas, el alcaide había gozado de una posición privilegiada y jerárquica, detentaba el poder represivo institucional sobre ellas y era varón, como todos los operadores judiciales. Crespillo insultaba, golpeaba y agredía amparado en su uniforme, y las hacía amantes a la fuerza. Y no toleró la negativa de estas mujeres ante sus avances sexuales porque, seguramente, entendió que con ellas sería más sencillo acceder, debido a la vida sexual que habían tenido y por los hechos que las había llevado hasta la cárcel. Finalmente, fue separado del cargo y condenado al pago de costas (aunque no lo hizo por no contar con recursos).

Pero la justicia llegó hasta allí, y no lo juzgó por las violaciones cometidas. ¿Acaso estas mujeres no eran pasibles de ser consideradas víctimas? Toda una arista para seguir indagando.

Estos hechos nos muestran que no es conveniente recaer en esencializaciones a la hora de pensar los vínculos familiares, como también la vida de varones y mujeres en las sociedades coloniales, porque aun cuando se caracterizaron por ser jerárquicas y patriarcales, posibilitaron que no todas vivieran en una sumisión absoluta o permanente, ni fueran víctimas excluyentes. Ellas, como nos informan los expedientes que se les iniciaron, visibilizan que pudieron desarrollar estrategias de resistencia en un contexto opresivo, defendieron sus derechos, mantuvieron vínculos de solidaridad, participaron activamente en sus comunidades y hasta generaron violencia dentro de sus propias familias.

Esta, como tantas otras historias, sucedieron entre los muros del Cabildo, donde funcionaba una cárcel en la que vivió mucha gente pobre y hacinada, muy cerca de los rezos y los cánticos que se producían en la catedral y del trajín cotidiano de la plaza donde funcionaba el mercado todos los días. Vivieron, sufrieron y resistieron en ese lugar. Es bueno recordarlas.

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