Si una mañana helada de Julio caminás por el microcentro de la Ciudad con temor porque la ves triste y se acerca su cumpleaños; si tu caminar está lleno de curvas, como las que usó Carlos Thays en el Parque Sarmiento para que Camila Sosa Villada sueñe con ser escritora; si estás melancólico porque falta el lustrín que trabajaba frente a El Ruedo; si te parece que el linyera pasó la noche con mucho frío y ahora se le acabó ese café que le convidaron; si los palos borrachos están tristemente sobrios y el monumento a Jerónimo Luis de Cabrera está duro para que la inteligencia artificial de Rodrigo de Loredo no le haga decir algo que prefiere callar, buscá refugio en la Librería de Rubén.
Ir al corazón de la ciudad
Es muy fácil llegar: bajá por la Trejo y en la peatonal secate las lágrimas con las lajas que Miguel Angel Roca puso para que se resbalen los profesores de derecho y los alumnos se rían, hacele un saludo con la cabeza a quien haya pedido la picada de los 25 platitos en la Tasca, y doblá por el pasaje Santa Catalina hacia El Quijote. Justo antes, bajo la protección de una Santa Rita regada con agua bendita de las monjas, hay una usina de energía intelectual más poderosa que toda la electricidad de EPEC.
Contrariamente a lo que todos piensan, el apellido de Rubén no es “libros” (aunque bien podría ser) sino Goldberg y es el fundador de un templo con capas y capas de sentidos y palabras, como la propia historia de nuestra ciudad. Hay todo tipo de especulaciones sobre la cantidad de novelas, antologías y ensayos que allí descansan, pero se trata de un número imaginario cuya dimensión aterra al propio Rubén, que te mira con desconfianza y aclara “jamás lo quise saber”. Un secreto cuya filtración, como si se quebrara el Dique San Roque, podría generar una inundación de ideas y la consecuente crisis aluvional en Córdoba.
Es que este librero, reconocido infinita cantidad de veces por las editoriales, que ciertamente vio redactar el acta fundacional de Córdoba, y aconsejó como publicarla, lleva 60 años ofreciendo palabras bien envasadas.
Periodista (después de haber trabajado en el Diario Córdoba, ingresó en La Voz del Interior cuando la democracia aún era promesa), y también actor discreto de la política, fundó la segunda catedral en Córdoba para los creyentes en la lectura, en 1979, después de haber hecho experiencia en otra casa de libros.
Rubén tiene un perfume tan rico como su personalidad. Es difícil conocer una persona más agradable de tratar, especialmente cuando te saca del local y frente a su vidriera te revela alguna verdad absoluta, algún dato que sólo él posee. Puede tratarse de un pálpito político, un romance clave para la ciudad, o una historia misteriosa, pero fuiste elegido para escuchar y lo disfrutás. Como el mayor acontecimiento cultural que él organizó y tuvo un final inconcluso.
Todo culpa de dos botellas de agua
Rubén hizo un esfuerzo enorme y después de muchas gestiones, la editorial aceptó que Ernesto Sábato presente su libro en Córdoba. El sol pega en la vidriera y, a pesar del encandilamiento, notás que Rubén se acerca para darte un dato secreto. Sábato llegó a Córdoba y nuestro héroe le buscó en el aeropuerto un atardecer de esos veranos redundantes en cortes de agua. Fue alojado en el Gran Hotel Dorá.
Los dos grandes amigos de Rubén, Daniel Salzano y Juan Marguch compartían ansiedad y expectativa para la presentación del día siguiente. La mañana en cuestión, el autor de El Túnel pidió dos botellas de agua mineral que finalmente usó para higienizarse y, ante la falta del líquido corriente optó por pedir un taxi y regresar a Buenos Aires inmediatamente sin mediar aviso.
Rubén no lo cuenta con resentimiento, sino como parte de su oficio.
Punto de encuentro
Autores, docentes e intelectuales son analizados con benevolencia y reconvertidos en anécdotas que dibujan empatía debajo del bigote, ante la sorpresa del interlocutor.
Un gurú que no se cree tal, el autor de la historia de los autores, el curador de los escritos locales y ajenos, quien le vendió un libro a cada ciudadano, reúne el último viernes de cada año a los intelectuales y profesores, y a los escritores y lectores que quedan, para ofrecerles la última copa del año y convencerlos de que resistan un poco más. Para decir que vale la pena atravesar el microcentro, mirar dentro de las confiterías y llegar a la base de la resistencia, a ese lugar acogedor, cálido y compasivo donde el tiempo pasa a velocidad literaria.