La cuestión del lugar de la política en el cine se actualiza por estos días en la 23 edición del Bafici (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), que avanza a paso firme pese a algunos contratiempos en las proyecciones, algo menor en una ciudad atribulada por las esquirlas que dejó la crisis económica y social de los últimos seis años de Argentina –cada día conmociona ver el contraste entre la publicidad del gobierno de CABA que se exhibe antes de cada función y la realidad que muestran las calles sucias, plagadas de gente viviendo a la intemperie, con olor a orina como denominador común.
Se sabe que, en el cine, “todo es político” y la “política está en la forma (cinematográfica)”, ideas cuya potencia disruptiva habitualmente queda reducida por los modos en que cineastas y críticos la transforman en lugares comunes, refugios del pensamiento y/o la comunicación, que anulan precisamente aquello que venían a proponer. Ocurre que pocas veces se traducen en planos y sonidos concretos capaces de desafiar la gramática cinematográfica en pos de un objetivo mayor: hacer justicia a los espacios y las experiencias humanas que un cineasta se propone captar en sus películas, habilitando nuevas posibilidades de vinculación con ellos al espectador.
Esto es precisamente lo que ocurre en “El gran movimiento”, del boliviano Kiro Ruso, recién estrenada en la Competencia Internacional del encuentro porteño. Suerte de secuela de “Viejo calavera” (2017), aquella notable película que narraba los padecimientos de un minero de la región de Oruro desquiciado por el trabajo, la precariedad y el alcohol, “El gran movimiento” es una ampliación notable de la mirada de Ruso porque esta vez la protagonista es la ciudad de La Paz, esa especie de colmena efervescente en estado perpetuo de ebullición. ¿Cómo filmar una ciudad como La Paz, incrustada en medio del altiplano boliviano a más de 3.500 metros de altura, centro neurálgico de uno de los países más castigados de la región, donde conviven múltiples realidades sociales, políticas, étnicas, culturales y temporales? La respuesta de Ruso está en los encuadres, los movimientos de cámara y el sonido.
Basta el inicio del filme para captar las elecciones formales del director: un grandísimo plano general de la ciudad abre a una apreciación macro de La Paz. Comienza el día y el estado de ebullición de esa ciudad infinita se transmite con el sonido ambiente de fondo, donde ya resuena el canto informe de la multitud. Cual sinfonía del infierno, Ruso irá acercando el plano en un notable zoom-in hasta enfocar en distintos detalles de la ciudad, que se presenta como un organismo vivo en perpetuo estado de funcionamiento.
Pronto, aparecerá el segundo protagonista de la película: el querible Elder Mamani de “Viejo calavera”, que ha venido caminando durante siete días a La Paz desde Huanuni, en una protesta de mineros desempleados. No se sabe si es por la altura o algún padecimiento heredado de los años que trabajo bajo tierra, su estado de salud ha empeorado notablemente, al punto que se le dificulta muchísimo respirar. Con la ayuda de sus amigos y de una tía, Elder intentará salir adelante con changas donde invariablemente deberá poner a prueba su cuerpo cansado, ya quebrado por años de abusos en la mina. Sin embargo, la multitud acecha: Elder necesita trabajar en un contexto despiadado, donde las personas son arrojadas cada día sin contemplación a una batalla de unos contra otros en pos del pan diario.
El retrato del mercado de La Paz es inclemente pese a la simpatía de Ruso por sus habitantes, a quienes regala momentos de reivindicación insólitos como una versión hermosa en clave pop del videoclip de “Thriller”, con las cholas bailando al ritmo de las melodías de Michael Jackson. Lo cierto es que la desesperación de su tía la llevarán a recurrir a un tercer protagonista del filme, un chamán y linyera misterioso que vive en la montaña de los alrededores de la ciudad y parece ser el paradójico centro reflexivo de la película, cuya presencia agrega un halo de misterio al filme y también los momentos de mayor belleza y libertad gracias a su relación con la naturaleza, apartado del bullicio y la multitud de la ciudad.
Lo cierto es que, con estos pocos elementos narrativos –donde Ruso mezcla lo documental con lo ficcional, ya que varios de los personajes actúan personajes un tanto desplazados de sí mismos–, una filmación en 16 mm que le aporta una tonalidad única a la imagen –alucinatoria a veces, anacrónica otras, como si viniera directamente de los 80, al igual que gran parte de la banda musical– y un trabajo notable en el sonido –que transmite no sólo los sonidos de la ciudad, sino también su estado de tensión permanente– Ruso compone una sinfonía precisa de La Paz, donde el movimiento de la cámara (con el uso del zoom como eje) va y vuelve de lo general a lo particular para retratar a un ente colectivo, por momentos demencial, capaz de tragarse a sus hijos en una vorágine sin fin que culminará hacia el final en un montaje frenético, donde quedará más que claro cómo la forma cinematográfica determina la experiencia de lo que vemos en la pantalla grande.
Porque lo importante a fin de cuentas es que, gracias al recorrido iniciado en ese grandísimo plano general de La Paz que abre la película, el espectador habrá podido tener aquí una experiencia de primera mano –sensible, sensitiva y estética– de la ciudad vista desde la posición de sus habitantes menos favorecidos. He allí el gran movimiento que puede ofrecer el cine.