Hoy el alma de Nueva York se divide en cuatro partes: la irlandesa, la italiana, la negra y la latina. En este “melting pot”, los “hispanos” vienen creciendo a un ritmo y a una tasa de natalidad tal, que hasta los demógrafos más conservadores le auguran una pronta supremacía numérica en la capital del mundo. Pero este fenómeno no se mostraba tan contundente a mediados del siglo XIX, cuando el país salía a los tropezones de la guerra civil que puso en disputa a dos modelos de sociedad; por entonces, a los herederos de los patricios fundadores que le habían arrancado Nueva York a los holandeses, se les oponían los duros colectivos de inmigrantes recién llegados desde el hambre de Irlanda. Los irlandeses, a diferencia de los “hispanos” en estos días, eran blancos y rubios; pero su diferenciación con los también blancos y rubios patricios pasaba por dos veredas más profundas: estos nuevos “nyorkers” eran pobres, y eran católicos.
Durante años mantuvieron la cabeza baja, sirvieron en los muelles, en los bares de cervezas y whiskies, y en las filas del ejército federal que terminó derrotando a los sueños confederados. Hasta que la sufrida colectividad encontró a su héroe: el papa nombró obispo de Nueva York a John Hughes, un irlandés rubicundo apodado “Dagger”, la daga. Hughes se puso manos a la obra sin perder ni un minuto: en unos terrenos aún asilvestrados, por entonces alejados del centro urbano, planificó junto al arquitecto James Renwick una fastuosa catedral neogótica que fuera el edificio más alto de Manhattan, que reivindicara el aporte irlandés y que alimentara su orgullo ante propios y extraños. Una iglesia que, por supuesto, se colocaría bajo la admonición de san Patricio, patrono de Irlanda.
La locura de Hughes (“The Hughes´ Folly”) plantó su piedra fundacional en 1858; se financió con el aporte de los 103 irlandeses neoyorquinos que para entonces ya eran ricos (a razón de US$ 1.000 cada uno), y de las monedas de cientos y cientos de inmigrantes pobres. Abrió sus puertas en 1879, mostrando una inmensa nave de 34 metros de altura donde caben más de 2.500 personas. Hoy, tal como lo predijo la imaginación de “Dagger” Hughes, su ubicación en la Quinta Avenida, entre las calles 50th. y 51st., la coloca en el corazón neurálgico de Manhattan. En ella escuché el sermón de John cardenal O´Connor, pocos meses antes de que el cáncer lo matara: hoy su sombrero rojo cuelga del techo, a 34 metros del suelo, llenándose de polvo.