Trazos de Soledad en Recife

Por Roy Rodríguez

Trazos de Soledad en Recife

El año nuevo de 1973 Soledad Barrett Viedma aún vivía. Trabajaba en la boutique Chica Boa junto a su amiga la psicóloga Pauline Reichstul. Iban a ver películas de Luis Buñuel, escuchaban canciones de Os Mutantes y conversaban durante las noches en el Patio do San Pedro, en el centro histórico de Recife. Eran dos chicas de poco más de 27 años, una paraguaya y otra checa. Integraban un grupo de la Vanguardia Popular Revolucionaria (VPR) que luchaba contra la dictadura de Emilio Garrastazu Médici.

La historia de la familia Barrett fue destierros y dictaduras. Cuenta Abelardo Castillo que Rafael Barrett, abuelo de Soledad, había llegado a la Argentina después de batirse a duelo en Madrid con un viejo aristócrata que lo llamó homosexual. Anarquista- acaso el integrante olvidado de la generación del 98 de la literatura española que formaron Miguel de Unamuno, Pío Baroja o Antonio Machado- la pluma del viejo Rafael maravilló a muchos. Molestó su voz en la Buenos Aires del 900. Tanto que, después de sus ácidas críticas a Bartolomé Mitre y sus generales y al estado de abandono que padecían miles de personas pobres, se vio forzado a migrar al Paraguay. “Sólo dos hombres fueron llamados apóstoles en América Latina: Martí y Barrett”, escribe Castillo.

“El amanecer, la tristeza infinita de los primeros espectros verdosos, enormes, sin forma, que se pegan a las altas y sombrías fachadas de la avenida de Mayo; la vuelta al dolor, la claridad lenta en la llovizna fría y pegajosa que desciende de la inmensidad gris; el cansancio incurable, saliendo crispado y lívido del sueño, del pedazo de muerte con que nos aliviamos un minuto; el húmedo asfalto, interminable, reluciente, el espejo donde todo resbala y huye, los muros mojados y lustrosos, la gran calle pétrea, sudando su indiferencia helada; la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla, donde ya empieza a gusanear el hombre…” Barrett. Buenos Aires.

Augusto Roa Bastos diría medio siglo después: “Él nos enseñó a escribir”. Es posible que entonces Higinio Moriñigo, dictador paraguayo de entonces, se creyera la encarnación de “Yo el Supremo”. Entonces la familia Barrett volvió a huir. Era 1945. Otra vez Buenos Aires. El legado del abuelo, Rafael, era un fantasma libertario y tuberculoso que recorría la esclavitud de los yerbales. Había muerto en 1911.

El 6 de julio de 1962, los Barrett vivían en Montevideo. Habían vuelto a Paraguay, pero con la dictadura de Alfredo Stroessner, otra vez el exilio. Con 17 años, Soledad era una militante estudiantil. Un grupo neonazi la secuestró cerca del Zoológico del Parque Pereyra Rossell. Le dijeron que gritara “Viva Hitler”. “Muera Hitler”, respondió. “Decí: Muera Fidel Castro”. Su respuesta fue “Viva Castro y la Revolución Cubana”. Con navajas le tatuaron una cruz esvástica en cada pierna. Una década después llegó a Brasil.

“Buscando ser francos y objetivos, Daniel o Anselmo era un hombre vulgar. Si nos abstraemos de los crímenes que cometió, si oscurecemos la humanidad de aquellos a los que dio muerte, Anselmo era como un ladrón ordinario, un viejo timador, de esos que transmiten sus trucos de generación en generación”, escribe Uraniano Mota en su libro Soledad en Recife. Habla de José Anselmo dos Santos, un cabo de la marina brasileña que famoso por encabezar una rebelión previa al golpe de Estado contra Joao Goulart, en Brasil, 1964.

Encarcelado y amnistiado, desde entonces, se convirtió en doble agente. Y su oscuro currículum diría que trabajó para la CIA. Conoció a Soledad Barrett en 1971, después de salir de la cárcel, cuando se dedicaba a infiltrarse en grupos de izquierda y marcar a sus integrantes. Soledad se enamoró del timador, en las noches del patio do San Pedro o en las playas de Olinda. Quedó embarazada.

Acaso festejaron juntos el cumpleaños de Soledad, el 6 de enero de 1973. O el 7 recordaron el cumpleaños de su abuelo, leyendo sus pequeñas obras maestras. Lo que siguió fue el espanto. El día 8 el sol alumbró los cuerpos torturados y acribillados de Soledad, Pauline y otros cuatro compañeros. La prensa habló de un enfrentamiento armado. Los hechos posteriores demostraron la acción de un grupo de tareas encabezado por Anselmo.

Después de dar muerte a su amante embarazada, el hombre se convirtió en un paria que llegó incluso a autopostularse como presidente en 2010. “Salvé a Brasil del comunismo en 1964, puedo salvarlo ahora”, dijo al Jornal do Brasil. El establishment brasileño pensaba en otro militar. Anselmo nunca fue condenado por los asesinatos de la Chácara do San Bento. Avejentado suele aparecer, de vez en cuando, en los diarios.

A contramano, el rostro de Soledad Barrett vuelve poema. “La soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla”, había escrito, premonitorio, su abuelo. La voz de Mario Benedetti decía: “Soledad no viviste en soledad, por eso tu vida no se borra, simplemente se colma de señales”. Daniel Viglietti, a su lado, cantaba: “Otra cosa aprendí con Soledad: que la patria no es un solo lugar”. Ambos fijaban la mirada en ese lugar incierto, donde lo verdadero permanece.

Salir de la versión móvil