Último día en la escuela

Por David Voloj

Último día en la escuela

Antes de poner el pulgar en la maquinita de la asistencia, un grupo de chicos y chicas que están dando vueltas por el pasillo se acerca. Nos abrazamos. Hablamos de las vacaciones y una nena levanta una pierna para mostrarme sus zapatillas nuevas. Después, me preguntan si tienen clases conmigo. Les digo que no, pero, cuando suena el timbre, entro al aula.

Voy a despedirme.

-¿Pero, cómo que se va? ¿Y quién nos va a dar literatura ahora?

-Otra seño, seguro que mejor.

-¿Otra seño? ¿Quién es? ¿Por qué se va usted?

-Porque hace muchos años que estoy en la escuela. Les di clases a ustedes, a sus hermanos más grandes…

-Y a mi papá y a mi tío también.

-Claro.

-¿Pero cuántos años tiene usted, profe? ¿Se jubila?

Cuando empecé a trabajar en la primaria tenía 25 años, la barba negra y las arrugas que se hacen en la comisura de los ojos al reír. Recién terminaba la facultad. Estaba seguro, aún antes de haber pisado el aula, de que sería un docente espectacular. Además, el sueldo me parecía una fortuna, comparado con lo que hasta entonces ganaba como empleado de comercio.

Con la tarjeta de crédito compré un montón de libros de literatura infantil, libros que había disfrutado en mi infancia y ahora reencontraba en las casas de saldos. Le pedí otros tanto a mi tía, que es maestra jardinera, y contraté servicio de internet en casa (porque ahora lo podría pagar) para preparar un montón de actividades. Toda la escuela estaba a punto de disfrutar de mis maravillosas clases.

Nada de lo que había planeado resultó como pensaba. Aunque intenté imitar a la seño Cuca, a la seño Maruja y las demás maestras alojadas en mi memoria de alumno, nadie me escuchaba, nadie copiaba del pizarrón y, lo más desesperante, nadie se quedaba en su silla más de cinco minutos. Para simular cierto dominio de grupo (algo que el director me había dicho que observaría), cerraba la puerta y las ventanas que daban al pasillo. Igual, siempre alguien escapaba.

A lo largo de mi primer año como docente bajé cinco kilos, me salieron las muelas de juicio y tuve una neumonía jodida. Pero el impacto a nivel físico era menor comparado con la certeza de que casi ningún estudiante había aprendido nada conmigo.

Tardé años en comprender que la formación docente es necesaria, importante, pero también insuficiente a la hora de enfrentar el aula real. Cada contexto presenta características particulares, en ocasiones difíciles de entender, de aceptar, de compartir, que te ponen en situaciones casi imposibles de resolver.

En la canción “Playa Girón”, Silvio Rodríguez se pregunta, tomando en cuenta lo implacable que debe ser la verdad, qué fronteras se deben respetar, hasta dónde debemos practicar las verdades, hasta dónde sabemos… Esa verdad incómoda se me reveló estando ahí, poniendo el cuerpo, en la escuela.

La primera vez fue al encontrar una alumna de nueve años vendiendo almanaques Junot cerca de la medianoche, en Güemes, cuando ambos sabíamos que al otro día nos veríamos en clase. ¿Cómo retarla en el aula cuando se portaba mal? ¿Cómo pedirle o darle tarea? ¿Con qué cara iba responsabilizar a los padres si ellos mismos habían empezado a trabajar en la calle a los cuatro años?

En la escuela, a la que acabo de renunciar después de 18 años, aprendí a hacer cambios sobre la marcha, a desplegar estrategias de enseñanza insospechadas, y a reconocer mis limitaciones morales. Aprendí gracias a la ayuda de las maestras y los profesores con los que tuve la suerte de trabajar y que me dejaron entrometerme en sus aulas para entender cómo hacían para enseñar.

Tuve suerte. Fueron generosos y generosas conmigo. Me permitieron ser testigo, por ejemplo, del instante mágico en el que niños y niñas descubrían, más allá de la repetición de una serie de palabras, el sentido de una lectura, o que se podían hacer operaciones matemáticas de manera mental.

También pude tomar nota de los prejuicios enquistados en parte de la docencia y de la falta de cariño en el aula. Lo tengo presente, sé en quiénes no quiero convertirme.

En esa escuela de la que me voy descubrí la importancia de las camareras, del personal de limpieza, de su sensibilidad cuando permitían repetir el plato (aunque no tuvieran autorización para hacerlo y peligrara su puesto de trabajo), o cuando armaban cartucheras colectivas con útiles reciclados. Esas mujeres -siempre mujeres-, junto a madres y abuelas, le brindan a la escuela un tiempo de vida invaluable en un momento de la historia en donde el mercado parece regular hasta el más pequeño de los gestos.

Por último, lo obvio: aprendí de las infancias, de los niños y niñas que, día a día, se empeñaron en educarme. Con ellos hablé, expliqué, escuché explicaciones, discutí, y volví a jugar, en clase y para la clase. Gracias a los y las estudiantes empecé a descubrir sueños y necesidades que eran de ellos y también los mías.

Por eso, hoy por hoy, dar clases es un placer que se renueva.

-Tome profe, se lo regalo.

-¿Qué es esto?

-Una agenda. La hice con las carátulas del año pasado y la abrochadora.

-¡Hermosa! Muchas gracias.

-Hay algunas hojas en blanco. Las puede usar para escribir algo.

-Dale. Voy a tratar.

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