Vivian Maier: los instantes de la distracción

Por Antonio Oviedo

Vivian Maier: los instantes de la distracción

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Vivian Maier y su vida fueron un enigma. Esta última palabra condensa y abarca por igual su pasión por la fotografía.

En realidad, fue una compulsiva atracción existencial, quizás sin parangón, hacia la fotografía. A los hechos de su vida, alguien hubiera podido aplicarles una paráfrasis de la archicitada afirmación del “Bartleby” de Melville: preferiría no contarlos. Las fotos permiten, sin embargo, examinar algunas señales que invariablemente suscitan nuevas incógnitas. Al respecto, durante el lapso que se extiende entre el 15/9/2021 y el 16/1/2022 la muestra -bajo la dirección de Anne Morin y con sendos ensayos de ésta última y de Gaëlle Josse- presentada en el Musée du Luxembourg, de Paris, propone un convincente acercamiento a la infrecuente experiencia de esta fotógrafa neoyorquina. Dos años antes de la muerte de Maier (ocurrida en 2009, a los 83 años), John Maloof, quien intentaba realizar una historia ilustrada de un barrio de Chicago, compró en una subasta, por menos de 400 dólares, alrededor de 140.000 negativos. Previamente, ella los había guardado en un depósito, cuyo alquiler no pudo seguir pagando y entonces fueron rematados, junto a otros objetos.

Maloof encontró una tarjeta con el nombre de Maier, pero no logró ubicarla. Cuando empezó a vender los negativos, el fotógrafo, crítico y académico, Allan Sekula, le pidió que dejara de hacerlo para que la colección no perdiera su más fecundo horizonte estético. Sekula se percató de inmediato que había surgido un fascinante y crucial testimonio sobre el acontecer urbano de Nueva York y Chicago, cuya importancia cultural e histórica en el campo de la fotografía norteamericana era digna de no ser ignorada.

A medida que se conocían y difundían las fotos, se confirmó cabalmente su percepción.

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No tardaron en aflorar comparaciones con otros nombres muy relevantes de la época, nada menos que los de Diane Arbus, Robert Frank, Walker Evans, Richard Avedon: los mencionados fueron contemporáneos de Maier, lo que marca la diferencia es que todos alcanzaron, en vida, múltiples reconocimientos y galardones, sus fotos se reprodujeron en importantes publicaciones “chics”, como Harper’s Bazaar, Esquire o Vanity Faire. La historia artística de Maier arrastra esa carencia.

Dicho de otro modo: Vivien Maier jamás se preocupó por realizar los arduos esfuerzos a fin de obtener una consagración, muchas veces esquiva si no se la considera también ingrata. Pero no se dejó estar: no se dio por vencida; prosiguió con inquebrantable ánimo sus asiduas incursiones por lugares que podían repetirse para hallar luego en ellos inesperadas facetas inadvertidas antes; en alguna capa muy profunda de sus esperanzas palpitaba una última posibilidad, la de que sus imágenes llegaran a perdurar. Si no ¿cómo se explica la innumerable cantidad de fotos que fue tomando cada día?

O sea, la fotografía permanente. Indisociable, es menester subrayarlo, de su condición laboral: cuidaba niños. En Nueva York primero (entre 1951 y 1955), donde compró una cámara Rolleiflex, que profesionales y amateurs la consideraban irreemplazable para sus fines, y, tras un intento frustrado de hacer pie en Los Ángeles (¡en Hollywood!), recalará hacia 1959 en Chicago. En esta ciudad conseguirá, por azar, un nuevo puesto de niñera; a lo largo de 11 años vivirá en la casa de una misma familia, y eso le permitirá disponer de un ámbito que la cobijó y hasta lo sintió propio. Cuidó de modo irreprochable a tres niños, los mismos que, muchos años después, al saber de sus penurias, la ayudaron a pagar el alquiler de modestos departamentos, y del geriátrico donde pasó sus últimos días.

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Entre ambas actividades –fotógrafa/niñera- se puede establecer un punto de convergencia que a la vez conduce a un punto de ruptura. Se superponen, pero se disocian. La fotógrafa nunca dejará de serlo: Maier quiso en el fondo que sus negativos no se perdieran; la sobrevivieron. Su condición de niñera, en cambio, no tuvo continuidad en el tiempo, pues éste agotó su transcurrir biológico.

Por consiguiente, el virtuosismo no exento de improvisación de sus fotos produjo un salto cualitativo que hoy se inscribe en los logros de la gran fotografía del siglo XX. No se sabe con certeza cuál fue la formación de Maier. Todo parecería indicar que descansó en el autodidactismo. Más allá, y siempre, estará la mirada absoluta de Maier, con ella excede el autodidactismo e ingresa en un registro superador de cualquier clasificación tranquilizadora: “tenía –asegura el escritor español Antonio Muñoz Molina- una manera de mirar afiladamente suya”.

En rigor, no se deja clasificar, se autoexcluye con su modo de deambular, subrepticio y también alerta, a fin de pasar desapercibida. Polleras acampanadas, tacos bajos, la cámara colgada del cuello y a la altura de la cintura; en sus autorretratos (reflejados en vidrieras o espejos) sus facciones transmiten un íntimo pesar. Hay que optar por esta afirmación: anhelaba ser tan anónima como los seres anónimos que proliferaban en las calles, y que la atraían como un imán con sus historias desconocidas a las que las fotos iban a dejar inexorablemente truncas.

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Una Maier circunspecta observa el teatro vertiginoso de lo cotidiano, que una tentacular urbe moderna representa ininterrumpidamente. De esos intersticios de tiempo extrae una a una las imágenes que desembocarán en sus fotos. Las escogidas para la muestra, que el catálogo incluye en sus páginas, tematizan retratos, autorretratos, gestos, niños, calles, cine, color. Todas dibujan un mismo cauce para sus desarrollos, intersecciones y confluencias; estas últimas alcanzan con frecuencia una persistente ubicuidad.

El conjunto de esta selección empuja a indagar acerca de cuál es el meollo del insondable saber fotográfico mediante el cual Maier fue forjando los sucesivos acoplamientos de imágenes, que ahora contemplamos con muy justificada admiración. Ella, desde el vamos, sin hacer alardes ni jactarse, intuyó la existencia de una suerte de minúsculo pasadizo que llevaba al corazón mismo de las soledades urbanas, de quienes las habitan y de aquellos que pugnan por sobrevivir al desamparo y al infortunio enquistados en sus vidas; sin excluir a los que parecen, con sus solemnidades exacerbadas o sus desafiantes ademanes, ajenos a cualquier percance o adversidad. Nunca sabremos cómo lo encontró: tal vez existen respuestas en las fotos que tomó.

En el “maelström” que agita hasta el paroxismo el devenir urbano, donde hasta los intervalos forman parte de esa misma vorágine, Maier utilizó su cámara para recoger los instantes de la distracción que subyacen en múltiples circunstancias. Entonces: fracciones de segundos portadores de la distracción casual, quizás sonámbula, que cada persona emite con sus muecas, histrionismos, frustraciones y derrotas; y también los que cada situación imprevista, cada objeto abandonado, cada vereda solitaria o rebosante de transeúntes, cada acontecimiento tedioso o placentero, cada auto donde alguien duerme o está muerto, les entregan espontánea y desprevenidamente a quien posee la fulgurante perspicacia de captarlos.

Es el reino de lo infraordinario (un muy pertinente eufemismo de Roger Perec), esto es, lo infinitesimal que irrumpe a través de lo evidente, de lo común, de lo rutinario, del ruido lejano, de unos pasos que no se sabe con certeza si lo son: tal es la escenografía que Maier no se cansa de convocar en sus fotos. Sobre cuyas superficies planea, además, la incisiva frase de Diane Arbus: “Una foto es un secreto sobre un secreto, más ella te cuenta, menos sabes”.

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