Vivir atormentados de sentido

Por Francesca Bottaro Castilla

Vivir atormentados de sentido

Hoy con mi padre y mi hermana hablamos de la muerte.

Mi padre no quiere esa cruz con luz de neón que suelen usar en el pueblo cuando hay un velorio. Tampoco desea el cajón abierto: “Si me van a recordar que sea con vida, no frío”, ordena. Y por las dudas, por si alguien osa con no hacerle caso a sus deseos de defunción, expresa con disgusto: “el tul ese que te ponen acá – imita nubes voluptuosas alrededor de su cuello – ni sueñen con ponérmelo”.

¿A qué se juega cuando no se juega a vivir, cuando no hay sentido, razón, objetivo? ¿Es la vida un juego o un compendio de seriedades? ¿Es necesario vivir? ¿Es válido querer morir?

Cuando mi hermana muera, quiere fiesta. “Nadie triste”, dice y en sus palabras se ilustra la firmeza.

A mi me costó tanto saber qué quiero de la vida (y muchas veces esa claridad se pone en cuestión) que “mirá si voy a saber qué hacer con mi muerte: Hagan lo que quieran, total ya voy a estar muerta”, les digo.

“Hay que hablar de la muerte”, insiste padre mientras se toma un café, y su propuesta se siente liviana como debe sentirse el último suspiro de alguien antes de abandonar una vida hostil.

Recuerdo que de adolescente iba seguido a almorzar a la casa de mi mejor amiga: Lucía. Ella tiene una familia muy liberal, roza lo que hoy se tilda como hippie, y en uno de esos almuerzos les conté que había dejado la carrera de gastronomía porque me había dado cuenta que no quería hacer eso por el resto de mi vida.

“Nada es para toda la vida. Uno puede cambiar y hacer otra cosa”, soltó el hermano mayor sin siquiera mirarme, con la vista clavada en su plato de arroz integral el cual comía con palitos chinos, como quien dice un comentario al pasar y el consiguiente sismo en mis frágiles estructuras hizo replantearme completamente mi forma de encarar la vida.

Él jamás se enteró que esa frase coloniza mi ansiedad cada vez que mis dudas sobre qué ser – cómo si hiciera falta ser alguien – invaden mis certezas.

¿A qué se juega cuando no se juega a vivir, cuando no hay sentido, razón, objetivo? ¿Es la vida un juego o un compendio de seriedades? ¿Es necesario vivir? ¿Es válido querer morir?

Este verano compré varios libros que hacía tiempo necesitaba leer: ¿Acaso la lectura no es una necesidad primaria en quienes nos dedicamos a escribir? Uno de ellos es “Los suicidas del fin del mundo” de Leila Guerriero en donde cuenta, con la suavidad y profesionalismo que solo Guerriero puede otorgarle a la muerte, la ola de suicidios que ocurrió en Las Heras, provincia de Santa Cruz, entre 1997 y 1999. Fueron 12, ni más ni menos, los hombres y mujeres que se quitaron la vida. La muerte colgaba de cinturones atados a vigas, de árboles en mataderos, de cables de la calle rodeando cuellos.

La historia es real, los hechos sucedieron. A lo largo del libro la pregunta que se hacen los entrevistados una y otra vez, constantemente como tic tac de reloj, es ¿por qué lo hicieron?

Aunque lo ocultemos y le otorguemos peso nulo a nuestras decisiones diarias, disfrazándolas del marketinero “new age” que tatúa en jóvenes pieles las palabras “soltar”o “fluir”, la vida es una densa negociación con la muerte, una pulseada diaria en donde gana quien más fuerza tenga para sostener sus razones de vivir o morir.

Hoy a la siesta me senté a dibujar y en ese intervalo entre la hoja en blanco y la hoja repleta de garabatos, mi padre me acercó su celular y propuso “Dibujá algo de esto”. Sobre la pantalla brillaba un álbum con finas selecciones de sus fotos.

Fotografía: Eduardo Bottaro

Elegí la del arcoíris y la casa. Con luz de atardecer que mi padre dice que es la más linda, y yo le creo.

Tal vez la vida sea encontrar razones para permanecer: así sea en una charla sobre la muerte, en dibujar algo que alguna vez capturó el ojo de quien te crió, en el fanatismo infantil por los arcoíris, en el placer de leer a Leila Guerriero siendo una periodista novata, en la poca certeza del qué hacer cuando todo el mundo ya se encuentra en el cómo hacerlo, incluso así sea – y acá parrafraseo a Fito Páez al igual que lo hice en el título – en abrir los ojos, estar vivo y tener que vérnosla con la resaca.

Esto no es una oda a la vida ni mucho menos un juzgamiento hacia quien decide jurarle amor ciego a la muerte.

La muerte es irreparable, y muchas veces, se elige.

La vida en cambio no se elige, nos es dada con la misma naturalidad y violencia que se invoca de una palmada al primer respiro de un niño al nacer, y es como la respuesta a qué hay detrás del arcoíris: una dulce incertidumbre que no espera más de nosotros que animarnos a saborearla.

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