El tiempo, ese inventor de olvidos, pierde la batalla cada vez que el calendario marca 18 de diciembre. Pasaron tres años, dicen los relojes. Pasaron tres años, insisten los almanaques. Pero la memoria, que es el único músculo que no sabe mentir, jura que fue hace un rato. Que todavía estamos ahí, suspendidos en el aire seco de Doha, aguantando la respiración mientras una pelota viaja desde el pie de Gonzalo Montiel hacia la red, para coser la herida de un país y decretar que el sufrimiento había terminado.
Hoy celebramos el tercer aniversario de la justicia poética. Porque aquello no fue un partido, fue una reparación histórica. Fue el día en que el fútbol, esa máquina de generar milagros en medio de la nada, decidió devolverle a Lionel Messi todo lo que le debía. Y él, con la túnica negra y la sonrisa de pibe que acaba de ganar en el potrero, levantó esa copa dorada como quien levanta un mandato cumplido, y sabe, además, que ese gesto se traduce en la felicidad de más de 40 millones de personas.
No recordamos solo los goles. No recordamos solo la atajada del “Dibu” Martínez, ese instante en que la física se quebró y una pierna evitó el derrumbe del universo. Recordamos, sobre todo, el abrazo. Ese abrazo urgente, sudoroso y necesario que nos dimos con el que estaba al lado. Recordamos que, por un rato, fuimos invencibles no por soberbia, sino por felicidad.
Tres años después, con el Mundial 2026 asomando como una promesa en el norte del continente, Qatar 2022 funciona como un refugio. Es el lugar al que volvemos cuando el presente aprieta. Es la certeza de que la belleza es posible y de que, a veces, los finales felices no son propiedad exclusiva de las películas de Hollywood, sino también de los pibes que corren detrás de un sueño en Calchín, en Córdoba, en Mar del Plata o en Rosario.
La “Scaloneta” no fue solo un equipo; fue una forma de entender la vida. Nos enseñó que se puede perder con Arabia y levantarse. Que se puede sufrir con Australia y gritarle un gol a México hasta la afonía. Nos enseñó que en los suplementarios aparecen los grandes, los que no se esconden cuando la pelota quema.
Pero también supimos que, cuando la lógica se apaga y llegan los penales, siempre hay uno que es más grande que todos. Un gigante que altera las dimensiones de la realidad: cuando el Dibu abre los brazos, el arco se le vuelve una caja de fósforos al rival y él ocupa cada centímetro de aire, haciéndose inmenso hasta devorarse la ilusión ajena. Nos enseñó que no hay héroe solitario, que al genio hay que cuidarlo, y que la única manera de llegar a la cima es hacerlo juntos.
Hoy es 18 de diciembre. El mundo sigue girando, con sus urgencias y sus ruidos. Pero en algún rincón del alma argentina, el tiempo sigue detenido en ese domingo perfecto. Porque hay glorias que no caducan, y hay felicidades que, por suerte, se quedan a vivir para siempre. Salud, campeones. Gracias por la eternidad









