Por Edgardo Dainotto*
Sobrenombres puestos a los papas como el Magno, el Bueno, el Viajero, el Peregrino, el Teólogo, agregan datos sobre su personalidad y sobre su tarea. Propongo para Francisco el de diácono. Sí, Francisco el Diácono, el servidor.
Ese nombre y esa función en la Iglesia primitiva llenaba las expectativas de los menesterosos, de los que hoy llamamos vulnerables. Los diáconos servían la mesa, en las reuniones dominicales, preparaban las ayudas para las viudas, administraban los bienes de la Iglesia para que a nadie le faltara lo necesario. Hoy acompañan la vida del pueblo en las ceremonias más representativas: matrimonios, bautismos, responsos; distribuyen la eucaristía, rezan por los enfermos y siguen abrazando a quien se arrima con hambre, o desnudo, o enfermo, o solo. Ser diácono es ubicarse en un rol de soporte de quien está caído o cayéndose; de facilitar la circulación de bienes para que a nadie le falte lo necesario; de acogida al roto, al que siente que la vida le ha quitado su valor. El diácono hace una sola pregunta: ¿en qué te puedo ayudar?, y debe responder de una sola manera: con la acción.
Uno de los servicios más señalados de Francisco el Diácono fue recuperar el valor profundo de muchos ritos y antiguas costumbres, con gestos renovados por la urgencia de acortar la distancia entre el decir y el hacer. La potencia de la repetición no es un misterio: una gotera centenaria puede agujerear una piedra. La Iglesia católica ha hecho de esta característica del espíritu humano una herramienta formidable para la transmisión de su mensaje. La representación en la tierra de realidades que ocurren en el plano celestial y su repetición bajo ritos meticulosamente regulados, constituyen momentos de conexión profunda entre sus participantes y de éstos con Dios. Pero esos momentos deben ser también espacios para determinarse a vivir unas vidas comprometidas con la transformación de las realidades que afrentan la dignidad de cada hombre y mujer. Francisco el Diácono, el servidor, rompió pequeños ritos y antiguas costumbres para recordar que el impacto más hermoso de una ceremonia litúrgica es salir, abrazar y volver para dar gracias.
Otro servicio memorable del Diácono fue participar de una jugada con el Magno; Francisco hizo un golazo en la década de 2020 con un centro que le tiró Juan Pablo II en 1995. Por entonces, el papa polaco pedía a la Iglesia, en su encíclica Ut unum sinti (Que todos sean uno) repensar el ministerio de Pedro, que significaba anunciar que el modelo monárquico y cortesano de papado no daba para más. Ese modo de ejercer la primacía del obispo de Roma sobre toda la Iglesia no estaba respondiendo a un mundo distinto al de los siglos precedentes. Había que diferenciar los esencial de lo secundario; si el oficio de obispo de papa era un servicio, los destinatarios de esa función debían ser escuchados. Todos y todas fueron acogidos por el Diácono y escuchados: antiguas iglesias ortodoxas y jóvenes comunidades evangélicas; grupos que se habían sentido excluidos de las tomas de decisiones por siglos; minorías atravesadas por la humillación y el maltrato, todos y todas fueron invitados a participar del diseño de la hoja de ruta para toda esa comunidad creyente. Y otra vez el mundo presenciaba una dinámica que no se extingue: la fuerza de la conservación que se entrelaza con la de la renovación para sostener un camino arduo.
El pensamiento lo anticipa, la caridad lo ejecuta. Juan Pablo lo vio, Francisco, el diácono, lo hizo.
*Director de RR.HH en el Poder Judicial de Córdoba, Historiador y Coordinador del Centro Mariano de Investigación Social.