Papa bianco, papa nero

Papa bianco, papa nero

La leyenda del “papa negro” forma parte de las múltiples historias de complots y secretismo en el manejo del poder que rodea a los jesuitas. La estricta sotana negra que tuvieron que vestir como uniforme inflexible –especialmente cuando estaban en Roma- y el níveo vestido blanco que por tradición usa el papa en exclusiva, llevaron a ese juego de contrastes cromáticos, que expresaba gráficamente lo que, en términos diplomáticos, hubiera sido más largo de explicar: que el superior general de la Compañía de Jesús (que tiene su sede en la iglesia del Gesú, a pocos metros de San Pedro y las habitaciones pontificias) fue un consejero habitual de los papas. Ese carácter tan especial de estar siempre cerca de la espalda y del oído del líder de la iglesia le viene dado a los jesuitas por varias razones: en los orígenes fueron fundados por san Ignacio de Loyola para ser, precisamente, instrumentos directos de la voluntad papal; sus dedicaciones al estudio y a la enseñanza los convirtieron en una “orden intelectual” dentro de la diversidad de las congregaciones de curas; y su especial dedicación a estar “en la frontera” del mundo y de la historia los hizo agentes especialmente relevantes en la estrategia diplomática ideada en Roma.

Este carácter de “ministro sin cartera” del general de los jesuitas, que tanto alimentó la leyenda del “papa negro”, se acentuó en la primera mitad del siglo XX, especialmente cuando Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II (1962-1965). La Compañía de Jesús es una orden eminentemente sacerdotal, es difícil encontrar entre ellos a obispos y, menos aún, a cardenales (lo que hace todavía más excepcional que uno haya llegado a papa); por lo tanto no hubo muchos jesuitas en el aula conciliar, pero sí en los cuerpos técnicos, donde realmente se decidían los temas de debate del Concilio y donde se redactaban las constituciones y los documentos que luego aprobarían los obispos en las plenarias. Teólogos jesuitas como Karl Rahner marcaron la línea ideológica que provocó el “aggiornamento” de la iglesia. Y lo mismo sucedió luego, cuando las conferencias episcopales regionales tuvieron que adecuar los usos y doctrinas a los mandatos de las constituciones del Concilio. En América latina, los documentos que emergieron de las asambleas de obispos de Medellín (1968) y de Puebla (1979) tuvieron a teólogos jesuitas entre sus inspiradores y redactores principales, como el franco-chileno Pierre Bigo o el argentino Juan Carlos Scannone.

En todo caso, la leyenda del “papa nero” se corta de cuajo con Juan Pablo II. Karol Wojtyla, polaco y acérrimo anticomunista, criticaba sin piedad a los jesuitas: los acusaba de haberse corrido demasiado a la izquierda, de haber coqueteado con el marxismo, y –específicamente en América latina- haber posibilitado que la Teología de la Liberación se extendiera desde las aulas de sus universidades (entre las que se cuenta la Católica de Córdoba). El papa no quiso a ningún “negro” en su entorno: expulsó de su círculo a todos los jesuitas, y se negó a recibir al general, el bilbaíno Pedro Arrupe (el segundo vasco al frente de la Compañía de Jesús, después de Loyola). Arrupe había dicho, tras la matanza de los jesuitas en El Salvador, que volvería a enviar la misma cantidad de curas que la derecha había asesinado, y todas las veces que fuera necesario. El enfrentamiento entre el papa blanco y el negro se grafica con una historia que es muy popular en Roma: se cuenta que todas las mañanas el auto del papa Wojtyla pasaba frente a la iglesia del Gesú, rumbo a misa, y todas las mañanas Pedro Arrupe salía a la vereda y se arrodillaba humildemente, pidiendo perdón, frente al paso del papa. El auto de Juan Pablo II nunca frenó. Y a la muerte de Arrupe el pontífice humilló a la Compañía de Jesús de la peor forma que pudo: la intervino. No permitió que los jesuitas nombraran a su propio general, y por primera vez en la historia les impuso un interventor.

Las rutas de la historia, en todo caso, son serpenteantes, y hoy la sotana del papa blanco y la del papa negro cubren a la misma persona. Y esa persona cumplirá dentro de unas semanas el séptimo año al frente de la iglesia. Los vaticanólogos ya comienzan a hacer balances del ejercicio del argentino Jorge Bergoglio. Un jesuita que cumplió 82 años en diciembre pasado y que sugirió, tras conocerse la radical novedad de su elección, que él seguiría la práctica iniciada por su predecesor, Joseph Ratzinger, y renunciaría a su cargo cuando el cuerpo le indique que ya no alcanza a hacer todo lo que hay que hacer.

En todo caso, Bergoglio, el papa Francisco, no puede irse sin antes cerrar alguno de los muchos frentes que ha abierto en estos siete años. Los escándalos de abusos sexuales por miembros del clero son una brasa ardiente: el pontífice ha abierto comisiones especializadas, ha dado muestras de voluntad política de afrontar el tema y ha tomado algunas resoluciones (como la inédita expulsión del sacerdocio del cardenal estadounidense Theodore McCarrick); pero el tema está lejos, muy lejos aún, de haber encontrado un cauce definitivo.

Este año Francisco se juega su herencia. Y se la juega en medio de una interna feroz: en Roma se admite, en privado, que no se veía desde el Renacimiento una oposición conservadora tan frontal y violenta contra un pontífice desde el interior de la curia.

No sería extraño que el papa blanco deje salir, desde su interior más profundo, algunas tácticas que la leyenda adjudicaba al jesuita que solía estar a sus espaldas. Aunque no lo veamos el “papa nero” está ahí, en la sombra, siempre.

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