La democracia estadounidense

La democracia estadounidense

Estados Unidos se autoproclama como una nación pacífica, destinada por la providencia divina a propagar la libertad y la democracia por el mundo. Se presentan como los defensores y paladines de la libertad; sin embargo, su sistema de elección para cargos públicos dista bastante de los criterios democráticos básicos.

Al tiempo que se ha emplazado como el referente global de la democracia, si uno mira más de cerca puede ver que el juego elemental de toma de decisiones por parte de los ciudadanos es bastante cuestionable. También, a lo largo de la historia, donde han nacido proyectos populares emancipadores con gobiernos elegidos democráticamente, la respuesta de EEUU en muchos casos ha sido la de desestabilizar, hacer caer o cuestionar a esos gobiernos, como lo hizo en Guatemala, Cuba, Chile o Nicaragua.

País elegido por Dios

EEUU es un país complejo, donde las élites casi siempre salen ganando; donde la clase media cada vez está más amenazada; y parte de la sociedad parece volver a los años de la discriminación y el apartheid racial. Pregonan su condición de gendarme mundial, argumentando que no es algo que ellos hayan buscado, sino que es una fatalidad o destino impuesto por dios, y que como como pueblo elegido deben garantizar la democracia y los valores más desarrollados: In God we trust” (Creemos en dios”) rezan sus dólares.  

Han promovido golpes de Estado, derrocado gobiernos y, si hace falta, invaden países en nombre de la paz mundial y los Derechos Humanos. Dicen sostener la paz, pero viven en estado de guerra (siempre fuera de sus territorios). Defienden los DDHH, pero los violan con bastante frecuencia.

En EEUU es relativo lo de elegir de manera secreta y directa a los dirigentes y representantes, ya que el sistema electoral es indirecto: lo que eligen los ciudadanos es el Colegio Electoral, un organismo conformado por 538 electores procedentes de los Estados y la capital, Washington. Teniendo en cuenta la cantidad de habitantes de que cada Estado, será el número proporcional de miembros del Colegio; pero las reglas de la mayoría de los Estados establecen que el candidato que obtenga una mínima mayoría de votos se quedará con todos los votos que corresponden a ese distrito. Esto se traduce en que algunos Estados son más importantes que otros para los candidatos, ya que los más populosos tienen mayor cantidad de votos electorales.

En resumen, el voto popular no determina quién gana las elecciones, sino el voto electoral. Para Martin Gilens y Benjamin Page, profesores de la Universidades de Princeton y Northwestern, si la democracia significa la respuesta a lo que quieren las mayorías de ciudadanos, EEUU no ha sido muy democrático, en absoluto”.

En las últimas elecciones presidenciales, en las que Donald Trump terminó imponiéndose, paradójicamente perdió el que más votos cosechó a nivel nacional. Esto es, Hillary Clinton, quien no llegó a la Presidencia pese a sacar unos 2,8 millones de votos más que Trump: 65.844.954 para Clinton, frente a 62.979.879 del magnate neoyorquino. ¿Es posible hablar de democracia cuando un candidato pierde la elección pese a tener casi tres millones de votos más que su rival?

El caso de Hillary Clinton no es el primero. Hubo otras cuatro ocasiones en las que un candidato presidencial ganó el voto popular, pero resultó derrotado en el Colegio Electoral. En el año 2000 le pasó al demócrata Al Gore, cuando perdió la Presidencia ante George W. Bush, pese a superarlo en más de 500.000 votos. 

Según los sondeos, la gran mayoría de los y las estadounidenses están a favor de adoptar el sistema de elección presidencial directa, pero es bastante improbable que el país gire hacia ese modelo en el corto plazo. Pasaron 86 años desde la última vez que el tema fue debatido en el Congreso, en 1934, y la propuesta fue rechazada por apenas dos votos.

En la mayoría de los países los días de votación suelen ser especiales. Por norma general, los comicios se realizan un domingo, un día donde la gente no trabaja y puede dedicarse al derecho cívico, donde en las vísperas se prohíbe la venta de alcohol, las fiestas y se despliegan a las fuerzas de seguridad para resguardar los centros de votación. En Estados Unidos la cuestión no es tan así. Una de las claves de esta peculiar democracia es que votan los martes, día laboral. Que se vote un día laborable, según dicen algunos politólogos, podría beneficiar a los republicanos. Según el Pew Research Center, en las elecciones de 2016, el 55% de los abstencionistas en esos comicios eran más cercanos a votar por el Partido Demócrata, mientras que 41% se ubicaban más cercanos al Partido Republicano. También, quienes no votaron en esa elección eran más diversos desde el punto de vista racial (48% no eran blancos), contaban con menores ingresos económicos y carecían de educación universitaria.

Esto de votar un día hábil afecta directamente a la tasa de participación y a la democracia en general porque no todos los trabajadores pueden ausentarse para ir a sufragar. Además de ser un día martes, la elección siempre se desarrolla en noviembre: el primer martes después del primer lunes de noviembre. Se escogió ese mes por estar entre el fin de la cosecha y la llegada del frío del invierno boreal.

Un paso previo para poder votar es registrarse, que es una instancia obligatoria y necesaria para poder votar. El trámite no es una transacción rápida y directa, sino engorrosa y compleja, y los requisitos cambian según el Estado en el que se tenga el domicilio. El resultado de este sistema de registro (calificado de poco preciso, caro e ineficiente” por el centro Pew) es que un 24% de la población en edad para votar (más de 50 millones de personas) continúa sin estar registrada y sin poder participar en las elecciones.

Se glorifica la fortaleza democrática, pero están lejos los estatutos más elementales de una democracia real y coherente.

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