Contra el sentido común

Contra el sentido común

La ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires expresa que la mayoría de los docentes en ejercicio fracasaron en otras carreras, es decir que encontraron en la educación una opción fácil, sin mayores desafíos intelectuales, acorde a su estrato socioeconómico y cultural. Dice otras cosas más, del mismo tenor, e invita a los padres a denunciar a aquellos maestros que expresen una posición política en el aula. Porque, según ella, a algunos docentes les gusta más la militancia que educar a los chicos.

El rol persecutorio que se le pretende asignar a las familias parece un mal chiste, una barbaridad que diría alguien que nunca estuvo vinculado al campo educativo.

Ahora bien, el caso no debería llamarnos la atención. La mayoría de los medios de comunicación hegemónicos, desde noticieros hasta programas de entretenimientos (con panelistas especializados en cualquier asunto), se ubican en la misma línea y atacan al sector educativo cuando hay reclamos salariales o cuando se realizan paros. Sin ir más lejos, en la actualidad se dice que las escuelas están cerradas”, que se ha perdido el año” y demandan que vuelvan las clases”, como si no hubiera habido durante esta cuarentena, tal como esta misma semana pudo leerse en una nota publicada en este diario.

El problema no es que se hiera la sensibilidad de maestras y maestros, de los profesores que trabajamos en los distintos niveles y modalidades del sector educativo. El problema está en la construcción de un sentido común que, al estigmatizar nuestra profesión, busca el consenso social necesario para reducir los derechos adquiridos y someter la práctica docente a intereses particulares, muchas veces ajenos a la educación.

–Profe, ¿dónde estudió usted?

Un alumno habilita el micrófono para intervenir en el encuentro virtual que hacemos con el curso. Lo hace después de que hablamos de la ministra Acuña en la clase de argumentación: sus opiniones nos han permitido explicar lo que es una falacia, por qué las generalizaciones condicionan la opinión del receptor, y cómo reconocer premisas falsas que nos llevan a conclusiones patéticas.

–Estudié Letras, en la Universidad de Córdoba. ¿Por?
–No, nada, para saber… Pero no todos los profes de lengua estudiaron en la universidad.
–No, no todos. Hay varios profesorados…
–Ah, está bien. Era para saber nomás.

Se hace un silencio. Por desgracia estamos al final de la clase y en unos minutos los chicos se conectarán al link que les envió la profesora de Geografía. Sin embargo, me quedo pensando. ¿Qué motiva este tipo de interrogantes? ¿Cuál es la imagen de la formación docente que circula en la sociedad? ¿Con qué parámetros se evalúa nuestra práctica?

Con el siguiente grupo cambiamos la estrategia y, en vez de dedicarnos al análisis del discurso, nos damos la oportunidad de pensar y opinar acerca de la escuela. Partimos de una pregunta simple: ¿por qué, en condiciones normales, el horario de ingreso a la escuela es a las siete y cuarto?

Las voces resuenan en la plataforma Meet.

–Porque es así, profe. Siempre entramos a esa hora.
–Está bien. Pero que siempre haya sido así no es una razón.
–No, claro… ¡Es verdad! No se entiende, a esa hora estamos dormidos, no se aprende casi nada.
–¿Entonces?
–Yo creo que para que nuestros padres puedan dejarnos antes de ir a trabajar.
–Igual pasa a la tarde, profe. Yo antes iba a la tarde y, después de comer, te agarra sueño. No sé por qué van a la siesta.
–Yo creo que es para que no nos quedemos solos en casa.
–Y usted, profe, ¿por qué cree que es?

En un contexto difícil, que profundiza desigualdades, la escuela está bajo la mirada de la sociedad en su conjunto. La mayor parte de los reclamos proviene de sectores sociales con acceso a la educación privada, que demanda el regreso a las aulas, a los actos de colación, a las instancias de examen. Pero el centro de la discusión trasciende lo estrictamente educativo. La falta de clases presenciales revela que la apertura de los edificios escolares es vital para que se reactive el sistema productivo, el mercado de trabajo, en tanto la mayor parte de las personas necesita un lugar en el que dejar a sus hijos antes de ir a cumplir con sus obligaciones laborales.

Pero ahí no acaba la cuestión. A juzgar por las declaraciones de Acuña y de quienes reproducen sus palabras de manera acrítica, el docente que recibe a los estudiantes debe cumplir ciertos requisitos. Nada de invitar a los chicos a cuestionar el mundo, nada de generar espacios de aprendizaje que evidencien el carácter político inherente a la escuela. Para quienes se rigen por la lógica del mercado, el rol del educador se reduce al de alguien que transmite un puñado de conceptos útiles para insertarse en el mundo laboral y reproducir el statu quo.

El sentido común se alimenta de los prejuicios que se construyen desde los sectores de poder, sea la clase política dirigente, sean los medios de comunicación hegemónicos. Ahí están, a la orden del día: que los docentes trabajan cuatro horas, que tienen tres meses de vacaciones, que durante el período de aislamiento social obligatorio no enseñaron nada, que tienen mala formación, que les gusta hacer paro, que no tienen vocación, que antes iban a trabajar enfermos y ahora viven con licencias, que adoctrinan y difunden ideologías.

Contra ese imaginario, sin embargo, seguimos construyendo nuestras clases, e intentamos cerrar este ciclo lectivo excepcional, que nos encuentra con más preguntas que respuestas acerca del futuro de la educación.

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