Maldito Covid: yo, culpable

Reflexiones en pandemia | Por Miguel Andreis

Maldito Covid: yo, culpable

Comienzo diciendo que mi intención es simplemente el describir lo qué sucede si te toca ser un paciente del Covid-19. Los contextos internos se convierten en un mundo extraño y negro; este flagelo no te vuelve mártir ni héroe, te transforma en víctima cuasi anónima. Cualquier caminante, de un minuto a otro puede ser un portador y, desde ese momento y por un largo espacio de tiempo, su vida ya no será igual, no será el mismo.

Jamás soñé atravesar tremendo calvario. Suponía que esto solo les pasaba a otros. No sé si definirme como un irresponsable, o un inconsciente. No fui un ciudadano respetuoso en cuanto al uso del barbijo y del distanciamiento. Es mi vivencia y mi obligación moral alertar a otros en mi condición. Subestimé la capacidad de daño de este virus.

El 29 de octubre no sería un día más. Comencé a no sentirme bien: fiebre y un malestar que no dejaba parte de la anatomía sin punzar. Mis pensamientos comenzaban a ser inmanejables. El 30 llega a mi existencia el doctor Pedro Trecco, jefe de la Asistencia Pública, cardiólogo e integrante del COE Regional. Había tratado de comunicarse conmigo varias veces; no nos conocíamos personalmente. Debo indicar que yo había cuestionado, como periodista, casi permanentemente el accionar del COE: lo hacía desde el micrófono y desde el diario. Sigo teniendo la misma mirada crítica; no obstante, separo, un sector que es la conducción casi burocrática, a quien percibo como un brazo político con lineamientos que bajaron directamente del poder partidario, y otro, el de los luchadores de la salud (léase: médicos, enfermeras, paramédicos, y todos aquellos que ocupan las primeras trincheras).  

Me llega un WhatsApp donde el cardiólogo me indica: Hola Miguel, sé todo lo que te está ocurriendo. Urgente, hacete un hisopado en la Asistencia y avísame. Si querés te envió una ambulancia”. Agradecí, tomé un remise y me dirigí hacia el establecimiento público. El personal actuó con premura; en pocos minutos tenía el resultado: positivo. Recibí algunas instrucciones. Toma de temperatura, reposo, aislamiento y algún antitérmico. Le comunico lo sucedido al médico, regreso a mi casa, le expongo a mi esposa, Susana, que debemos estar en piezas separadas. Ella no tenía síntomas. Su mirada sobre este flagelo era diferente a la mía (es de profesión bioquímica). La patología emergía como el principio de noches difíciles. La fiebre no cedía y el cuerpo parecía estar fuera de punto, desconfigurado, emitiendo un extraño bufido que golpeaba las entrañas. A la mañana siguiente nuevamente me contacto con el Dr. Trecco, explicándole el positivo”. Me dice: vamos urgente para el Hospital Pasteur”. Le remarco que mi cobertura de PAMI está en otro lado; replica: Bien, yo habló con el director del establecimiento… tranquilo, que primero te harán una TAC para saber el estado de los pulmones y algunos estudios más”.

Primero paso por la TAC y luego el laboratorio. Pregunto a una jovencita de esa área sobre la radiografía. La respuesta me daba esperanzas: apenas dos pequeñas manchas en ambos pulmones”. Me retiro algo más tranquilo, con la idea de hacer lo de tantos otros. Esperar desde la cama en mi hogar. Susana no mostraba síntomas extraños. En el medio llegarán dos o tres mensajes del médico; ya estaba al tanto del resultado de la tomografía y del laboratorio. (A dichos escritos los guardo como un disparador a la reacción de un testarudo como yo): Buen día Miguel. Fíjate hoy como te sentís y me avisás, no te olvides: ¡más vale internación precoz que no andar corriendo más tarde!”. Mi respuesta, de obcecado, fue: Doctor, me dicen que apenas son dos manchitas en los pulmones”. Su argumento se transformó en definitorio: No se trata de dos manchitas, son algo más que eso. Mucho más. La internación es lo aconsejable en forma inmediata”.  Presumí que estábamos frente a una neumonía bilateral. Jodido”, me dije.

Ya no leí más. En minutos estaba en la clínica para ser internado. Hoy me digo: de no haberle hecho caso al facultativo, posiblemente no estaría escribiendo esta experiencia. El objetivo del relato es mostrar lo que no hay que hacer. Me consta que otros que adoptaron mi insólita tozudez no pudieron salir del trance.

No sé si fue la tercera o cuarta noche donde la guerra” se volvió de una crueldad inusitada. Los pinchazos y las canalizaciones comienzan, desde muy temprano. Ya no tendrá respiro. Medicamentos a granel. Los brazos de impreciso color por las canalizaciones e inyecciones. Comencé a advertir algo desconocido para mí: la insubordinación del pánico. La pérdida del manejo de la cabeza. No te pertenece. El tocarse las mandíbulas y percibir el modo en que te vibra el rostro o retumba en tu cerebro el zumbido. No sabía si era la fiebre o esos bichitos repugnantes que no paraban de burlarse. La aprehensión a la muerte es indescifrable. Tu anatomía carece de parámetros. Nada se enmarca en sus valores normales. Tus órganos se retuercen. Sentía en mi entrecejo, casi en la platea de los ojos, miles de caras de insectos maléficos que me espiaban. Pedí un calmante con desesperación: si llegaba el fin, que me encontrara dormido. Las imágenes de aquellos seres entrañables, familiares, amigos que ya no están, desfilan incansablemente por las pupilas. Rostros que emergen como brasas y se asientan en la frente.

El ahogo es algo físico, pero mucho más psíquico. El ibuprofeno se usa con una máscara muy práctica con el que te riegan los pulmones. La primera impresión es que no hay notorios síntomas de mejoría. Luego comprendes que sin esa farmacología seguramente pasarías a otra dimensión. Tal vez lo más efectivo, en cuanto a sentir la diferencia, fue el plasma de convalecientes. La noche se vuelve terrorífica entre la fiebre y sus alcances colaterales. No recuerdo si aquel paroxismo de presunción de la muerte descansa en algún momento. Creería que no. Susana ya había sido internada en la misma pieza. Si bien lo mío era complicado, ella lo estaba más aún: fumadora en otros tiempos, los pulmones pasaban factura. Observar que el oxímetro (que mide el oxígeno) no levantaba se volvía desesperante para todos.

En los nueve meses de cuarentena jamás dejé de ir a visitar a mis nietos. No siempre usé el tapabocas, solo para ir de compras o compartir la mesa de café con los amigos. A todos ellos les pido disculpas por no respetarlos. Creía que esto siempre le toca a los demás. No a uno. Posiblemente mi respuesta estaba ligada a una rebelión interior de cómo se manejaba políticamente la cuarentena, los encierros. Me molestaba la creación de un Estado casi policíaco”. Equivoqué mi accionar. Ya era tarde.

Pude ver de cerca, en carne propia, la lucha de médicos y enfermeras. Incansables. Incondicionales. Revestidos con una protección de plásticos, máscaras y guantes que los asemejan a astronautas. Las enfermeras solamente podían ingresar a ver los pacientes dos veces por turno. Debían cambiarse los insoportables atuendos. Se las ve comprometidas, inclaudicables. Emocionan. Poco y nada se sabe sobre lo que acontece en otras habitaciones, por allí se conoce sobre una cama que quedó vacía. 

La pulmonía bilateral no solo es cruenta, sino que se vuelve un puñal que está detenido en tu garganta. El esfuerzo para que entre el oxígeno es titánico. Los ojos se vuelven rojos. No podría decir con precisión cuánto duró esta agonía que la suponía la antesala del final, fueron algo más de quince días de internación para ambos. Luego adquirí noción de lo que habíamos atravesado, en gran parte por mi férrea, absurda e impertinente negación.

Los galenos nos cuentan que sobre el Covid-19, si bien es mucho lo que se aprendió en estos diez meses, es mucho más lo que se ignora. Por ejemplo, la disimilitud sintomatológica. Describen que, sobre 100 personas infectadas, 85 de ellas no tendrán una reacción grave ni preocupante, perderán el gusto y el olfato, dolores de cuerpo como una fuerte gripe, y que en una semana o menos de 10 días desaparecerán esos vestigios. Un 13% de los padecientes casi con seguridad ingresarán en una neumonía bilateral, donde los desórdenes y complicaciones toman todo el organismo. Un cuerpo y mente que se han resquebrajado. Todo se decodifica. En general estas propagaciones tienen una estrecha relación de contagio con una alta carga viral. La cabeza se torna pesada y abstracta, todo parece ser en cámara lenta. Nos aclaran que esas alteraciones pueden durar meses. Desde la pérdida de equilibrio, sentido de tiempo y espacio, olvidar nombres y fechas. No todos padecen la misma adversidad. Y algo más del 3% restante tienen el peor final, la muerte.

Después de más de 18 días de internación, nos envían a nuestra casa. Nos entregan un informe, sobre los tratamientos empleados, de 25 páginas de cada uno. Incluyen todos los estudios y farmacología usada. Esto nos permite comprender la dimensión de los cambios de valores fisiológicos. Se observan los números que te acercaron a lo que se temía. Con estos valores se sobrevive solamente con la entrega de los profesionales que te atienden. Lo que llamamos destino, para mi esposa, Dios. Lo demás juega dentro de lo fortuito.

El barbijo es la antesala de la vacuna. Lo es también el distanciamiento. Si yo hubiese hecho caso, quizás no hubiese pasado por una experiencia tan infernal como ignominiosa.

Un agradecimiento a todos los médicos y enfermeras. Considero que debo darle un párrafo especial al Dr. Pedro Trecco; a veces la vida te juega esas sorpresas, como ese WattsApp que me envió: un día más generalmente es tarde”.

Antes no me importaba demasiado si alguien cuestionaba a la vacuna por su origen. Después de lo vivido, me molesta terriblemente cuando se las quiere usar políticamente. De un lado u otro. Seguramente a quienes apelan a tan miserable argumento nunca supieron lo que son esos bichitos en tu cabeza dándote el último adiós. Gracias, en nombre de Susana y en el mío.

Periodista gráfico y radial, Villa María

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