Vacunas: que me perdonen los muertos de mi felicidad

El jinete insomne | Por Patricia Coppola

Vacunas: que me perdonen los muertos de mi felicidad

Yo nací en Tucumán a mediados del siglo XX. Por entonces nada causaba más miedo a los padres y madres que esperaban a sus hijos que la poliomielitis, sobre todo en el Norte del país, porque atacaba con más virulencia en los lugares de clima caliente.

Recuerdo claramente los relatos de las pesadillas de mi madre durante su embarazo, y a una compañera de la escuela primaria, con esos aparatos horribles en las piernas por la secuela de la polio.

También había infectados asintomáticos con el virus, y los síntomas variaban de la diarrea a la parálisis, y se contagiaba por el contacto entre las personas. Ni hablar de ir a un baño público, de ahí salías por lo menos en silla de ruedas.

Tuve paperas, se me hinchó la cara y me dolía para tragar; de la tos convulsa recuerdo el ahogo y no poder respirar. Y con el sarampión cuenta mi madre que casi me muero deshidratada.

Maravilla de escuela pública. De vez en cuando hacíamos cola en el salón de actos, brazo en ristre, y nos enchufaban todo tipo de vacunas. Con la sabín” (por suerte sin pinchazo) nos daban un terrón de azúcar con las gotas milagrosas que iban a impedir que nadie más tuviera que usar los aparatos horribles en las piernas.

Las abuelas nos contaban de la parentela muerta de tuberculosis; y en Córdoba, rumbo a Cosquín, cada vez que pasábamos por ahí, alguien señalaba un hospital enorme que parecía un castillo y decía: ahí están los tuberculosos de todo el país. Yo me imaginaba un balcón con hombres y mujeres tendidos en reposeras, tosiendo sangre en el pañuelo, como en las películas. Ni hablar de la imagen de la lánguida muerte de Margarita Gothier en brazos de su amado.

Al ingresar a primer año de la secundaria había que ponerse la mantoux” y esperar dos o tres días para ver si te prendía”. Mi amiga Ana mostraba la mantoux prendida en su antebrazo ampollado, como un galardón. Después venía la BCG: esa dolía y capaz te daba fiebre, había que estar pendientes, si se hinchaba el brazo ¡aleluya!, nada de balcones en las sierras ni pañuelos ensangrentados.

Y si te mordía un perro rabioso, la antirrábica” en la panza evitaba la muerte enloquecida largando espuma por la boca. Ni en mi casa ni en el barrio había nadie con escopeta y sombrero de cowboy capaz de pegarle un tiro a un perro. Siempre me dio miedo que le agarrara rabia a Lassie”, y tuvieran que darle un escopetazo.

¡Y los clavos y latas herrumbradas! Marche la antitetánica, en tres dosis, que dolían un montón.

Por cierto, en esos tiempos no tan lejanos, nadie discutía si había que ponerse o no las vacunas, o que si te daba fiebre estaba todo mal: era un milagro que existieran y nos salvaran de enfermedades y muertes espantosas.

Mis hijos crecieron sin papera, sin sarampión, sin tos convulsa, sin varicela, sin polio, sin rabia ni tuberculosis. Había que tener el carnet de vacunación al día, eso sí. Pero vino el sida, y empezamos a preocuparnos de nuevo. ¡Usen forros por favor, que no hay vacuna! Ese virus no para de mutar y no le encuentran la vuelta. Y la vacuna del dengue parece que no nos inmuniza del todo, así que lo mejor hasta ahora es matar las mosquitas hembras y nada de tachos con agua en los patios.

Y cuando parecía que teníamos los virus a raya vino el Covid-19 a matarnos y a trastocarle la vida al planeta.

Y aquí estoy, más de medio siglo después de los miedos de mi madre a la poliomielitis, vacunada contra la gripe y anotada en una lista de espera para que me coloquen la del Covid-19. Esperanzada en que, como tantas veces, el talento humano venza a la enfermedad y al dolor.

Quiero que me perdonen aquellos que nos salvaron de la polio, de la tuberculosis, del sarampión, la gripe, la tos convulsa y sigue la lista… Quiero que me perdonen los muertos de mi felicidad”.

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