El mañana que espanta

Carta de nuestros lectores

El mañana que espanta

Sr. Director: 

El semáforo de 25 de mayo y Sarmiento nos encendió la roja. Íbamos hacia el centro por la 25 de Mayo. Un hombre con un barbijo extrañamente enorme como una escafandra, pantalón oscuro y un saco de codos aceitados, caminaba como corriendo sin correr. Miró hacia el automóvil antes de cruzar. En el brazo una canasta de mimbre con varias varillas de pan, envueltas en papel film. Giró nuevamente la cabeza para confirmar sí su sospecha era cierta, levantó los hombros como escondiendo el rostro. La duda de instantes, también se me disipó: imposible no reconocerlo. Cientos de mañanas acercándonos el cortado o el café. Algo me perturbo.  Seguramente más a él. Mozo de oficio; el bar estaba cerrado desde hacía más de dos meses y medio, alguien había comentado que no lo abrirían más. Repasé el número de laburantes del lugar: sumé cinco, más el propietario.

Lo perdí de vista. Quiso la casualidad que un día después lo encontrara, tocando timbre en una casa de la calle Tucumán; no me vio. En una ocasión nos había contado que tenía cinco hijos, uno de ellos casado, con un bebé, y vivían con ellos. Morocho, cabello corto, siempre amable; frecuentemente se la rebuscaba los fines de semana con la bandeja, en grandes fiestas, no le escapaba al trabajo.

Recordé los informes que publicaron recientemente economistas y analistas sobre que la pobreza post pandemia alcanzaría al 50% de la población, o algunos puntos más. Esos puntos son personas: gente de carne y hueso, que bebieron desde la misma cuna la cultura del esfuerzo pero que ya comenzó a dolerles la existencia. Por eso escondía su rostro. No es lo mismo una bandeja que una canasta, debe suponer.

Es imposible no pensar qué sucederá mañana, cuando el despertador ya no nos suene. Genera temor, un pavor mucho más latente que el saturante Covid-19 o el aislamiento.

Ya no hay vuelta atrás: se detuvo la máquina que hacía girar al país; los resultados nos atropellarán, y el pozo de la desocupación hará estallar todo atisbo de esperanza. La imagen del ex mozo, ahora vendedor de pan callejero, me pareció un adelanto del futuro, un mañana que ya hoy me espanta el sueño. No solamente a mí. No pude evitar suponer cuántas canastas veremos colgar en brazos que se estiraron en un país arisco, cada vez menos vivible, donde millones de bichitos invisibles a los ojos les fue funcional a un poder que quiere exclusión, marginalidad y pobreza.

Sospechar cómo será la patria que viene debería ser una obligación de todos. Posiblemente nos encontremos con muchas canastas esperándonos; tal vez una lleve el imaginario nombre de cada uno de nosotros. No puedo evitar un escozor al pensar que ese sea nuestro futuro.

Miguel Andreis

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