Querer entender es revolucionario

Por Migue Magnasco

Querer entender es revolucionario

La calle tiene vida. La gente se las arregla para alegrarse pese a la pandemia y la malaria. Hay una belleza humana ahí. En Plaza de la Intendencia se arma una ronda gigante de bailarines que zapatean y zarandean mientras suena el Puente Carretero. Maldigo por enésima vez no saber bailar chacarera. Me prometo aprender, otra vez, pero esta vez en serio. Como todas las otras veces.

Tengo en la mano un libro de Estela Grassi que se llama Tramas de la desigualdad”. Lamento, en igual proporción que con el asunto de las chacareras, que no haya más funcionarios públicos que lean sus textos. Pero lo cierto es que estoy más concentrado en quienes bailan ahora. Me genera cierta calma verlos. Para ser exactos: apreciar ese disfrute colectivo brinda sosiego.

Han sido días muy difíciles en nuestro país. Un error grave, insalvable, de un ministro extraordinario, genera por estas horas un enorme descrédito sobre lo público. Algo que costará horrores remontar. Como efecto colateral, ese episodio dio rienda suelta a un opinologismo moralista, que encuentra en redes sociales terreno fértil para reproducirse, duplicando la pesadumbre que el hecho en sí mismo genera. Las críticas o los reproches a la autoridad nacional –legítimos y necesarios- van acompañados de una auto certificación incomprobable de pureza moral. Todos hablando más de sus bondades que de las fallas ministeriales. Un escarnio.   

Desde hace meses me cuesta, incluso, completar los 280 caracteres que tiene un tuit. La lógica en la que se inscriben los debates públicos -mayoritariamente virtuales dadas las circunstancias actuales- realmente desincentiva. La convención (más o menos explícita) que rige los intercambios vía web pondera la inmediatez del posicionamiento y el juicio, antes que la actitud reflexiva para comprender qué complejidades están en discusión. Es un imperativo de esta época: hay que opinar de todo, ahora, ya, públicamente, for the record”. No importa si se conoce poco o mucho del tema en cuestión: algo hay que decir. Hablemos sin saber. Hablemos para parecer. Hablemos para no entender. 

En ese trance todo es simplificado, descontextualizado, esencializado. A este mundo de una incertidumbre envolvente, de realidades cada vez más enmarañadas, se lo quiere rearmar con superficialidades que -encima- son taxativas y concluyentes. No se me ocurre mayor imprudencia.  

Pongo un ejemplo, sobre un tema que conozco con mayor profundidad: frente a la publicación de indicadores de nuestra estructura sociolaboral en Argentina, con altos niveles de informalidad y tendencia hacia la inseguridad de ingresos para los trabajadores, se pronuncian fórmulas mágicas o titulares bien (o muy mal) intencionados como respuesta, que fracasan porque eluden una detención más pormenorizada sobre el tipo de problemas que atraviesan quienes deben intercambiar su fuerza de trabajo para sobrevivir. Hay que capacitar más”, ¿en qué? ¿a quiénes específicamente? ¿para qué modelo de desarrollo? ¿para qué demandas laborales?; no consiguen trabajo porque no se esfuerzan lo suficiente”, ¿y si supieran que todas las investigaciones sociales muestran que es al revés, que informales, precarizados y desempleados se esfuerzan mucho más al realizar actividades en peores condiciones?; el crecimiento económico resolverá los problemas de desempleo e informalidad”, ¿alcanza solo con crecer? Advirtamos que crecimos a tasas chinas durante ocho años, y hubo un núcleo rígido de 30% de informalidad y precarización que fue inamovible. Y así podríamos seguir, pero es suficiente para ilustrar un estado de cosas. 

El imperativo de tener que resolver en un movimiento discursivo instantáneo procesos muy densos, con una trayectoria material cimentada por décadas, es también una limitación a la capacidad de forjar respuestas creativas. Por eso querer entender es revolucionario. Porque permite abrir el lente, construir una manera más aguda de mirar, de escuchar, de aprender y de hacer; menos limitada por ese mandato de juzgar e imponer lo preconcebido para tranquilizar(se), que a la larga vuelve como un boomerang cargado de frustración y descreimiento: si la fórmula mágica no funcionó, ¿qué hacemos ahora? 

Pensar, podemos empezar por ahí. Justamente, la pregunta qué hacer” va antes, porque habilita el proceso reflexivo previamente a los enunciados públicos y las acciones. Lo preocupante del escenario actual es que eso se presenta de manera invertida: hay posicionamiento, hay discurso, hay juicio, hay acción y, luego, al final, aparece la reflexión. 

La indignación marca el pulso de los acontecimientos y hay una crueldad cotidiana, muchas veces envuelta en un disfraz progresista, que no admite matiz alguno, ni vacilación, ni cavilación: primero la reafirmación de lo que ya se creía, después vemos. Resulta que después, cuando efectivamente nos volteamos a ver, ante la inquietud de haber sido injustos, nos damos cuenta que es demasiado lo que ya se ha quebrado y no hay sutura posible. Crónica de los abrazos rotos. ¿Cuánto lazo comunitario acabará desintegrado bajo esta inclemencia?

Por fortuna, la calle tiene vida. Allí encuentro sosiego. Y esperanza. Por nada olvides viajero lo que sienten mis paisanos…” tengo que aprender a bailar chacarera.  

En este tiempo difícil es imperioso encontrar ideas que desborden lo conocido, lo ordinario; una belleza que permita respirar. Talento y lucidez y audacia que nos saquen de esta tragedia de repetición superflua de hablantes precoces y precarios, que pretenden atajar tsunamis con una cucharita para revolver el café.  

Salir de la versión móvil