Puente de Oriente

Cuaderno de Bitácora | Por Nelson Specchia

Puente de Oriente

Desde sus orígenes, el puesto y la labor del Pontífice implicó una carga política, ligada lo espiritual y a la práctica del culto. En realidad, es una de las magistraturas públicas supérstites más antiguas de Occidente: el mismísimo Julio César sacó el cargo del círculo sacerdotal y se hizo nombrar Pontífice (pontifex maximus) en los días finales de la anciana República romana; y su sucesor y creador del principado, Octavio, dejó establecido que el pontificado sería en lo sucesivo una función de los emperadores.

Esa identificación entre responsabilidades de conducción política y religiosa se mantuvo incluso tras el advenimiento del cristianismo, a pesar de aquella advertencia del propio Jesús, de separar lo que debe darse al César y lo que debe tributarse a Dios, según lo narran los evangelistas sinópticos (Ms 12:17; Mt 22:21; Ls 20:25). Se mantuvo tanto, que hasta el emperador Constantino, a principios del siglo IV, cuando oficializa el cristianismo como religión de todo el imperio, sigue manteniendo en sus manos el cargo de Pontífice. Y por lo tanto preside, en ese carácter, los concilios de la iglesia y nombra a sus obispos.

Ni siquiera el último intento de restaurar la antigüedad pagana en contra de la creciente difusión del cristianismo -como la que llevó a cabo el nieto de Constantino, Juliano- logró separar ambos cargos, el de jefe político y el de Pontífice Máximo: a Juliano los cristianos le pusieron el mote de el apóstata”, por su política de libertad de cultos y de permitir los templos de Zeus, Mitra, Cibeles y los misterios de Eleusis a la par que las misas a Cristo, pero los obispos cristianos siguieron siendo nombrados por ese que llamaban apóstata”, porque era su Pontífice.

Me tomo este largo párrafo introductorio para intentar contextualizar, en referencias tan distantes como las de la historia antigua, el fenómeno de política internacional que vivimos en estos días, con el aterrizaje del Pontífice Máximo de nuestro tiempo, Jorge Mario Bergoglio, en medio de las ruinas iraquíes, y esa terrible” e insólita” (son algunos de los adjetivos con que la ha nombrado la prensa) fotografía del papa junto al gran ayatollah Ali Sistani, líder de la confesión chiíta del Islam y descendiente mítico del profeta Mahoma. Hoy, como ayer, la función de los pontífices no es excluyentemente religiosa, sino consustancialmente política.

Pontífice es el que crea puentes, el que tiende pasos entre dos orillas, el que hace gestiones para permitir vadear un límite, un impedimento que frena y obstaculiza el camino. Para todo el Oriente Próximo, para el Norte de África, para el interior de los desarrollados países de Europa, y -de una manera latente, potencial- para el resto del mundo, uno de los principales impedimentos para la convivencia social y para el pacífico desarrollo de las instituciones políticas ha sido la radicalización del fundamentalismo islámico.

La principal amenaza internacional contemporánea tuvo su bautismo de fuego en los ataques en suelo estadounidense del 11 de Septiembre de 2001; luego, se fue desarrollando en las respuestas bélicas que ellos suscitaron desde entonces, protagonizadas por las alianzas de ejércitos occidentales comandadas por los Estados Unidos; y tocó su cénit con el ambicioso intento anti moderno de generación (o, según su relato, reinstauración”) de un Califato supraestatal regido por la sharía” como constitución religiosa, desde las costas marroquíes del Atlántico, cruzando por ambas riberas del Mediterráneo, atravesando Medio Oriente y alcanzando el Asia central y la China uigur. El corazón de ese proyecto latiría en Mosul, donde el papa Francisco instaló su altar, y desde cuyo púlpito en las últimas horas ha hecho el más universal llamamiento a cambiar las condiciones estructurales de la política internacional para reencauzar un proceso de convivencia. Proceso que, huelga decirlo, sólo podrá tener efecto si además de los ejércitos y el hard power” de las potencias mundiales, contempla el sentir profundo, cultural y religioso, de los pueblos.

Esa es la enorme dimensión de su objetivo, y la razón estratégica de viajar hasta el corazón del proyecto del fundamentalismo islámico: porque esto había que decirlo aquí, y había que decirlo luego de haber ido, el sábado, caminando por las estrechas callejuelas del barrio popular de Nayaf, descalzarse las sandalias del pescador en la puerta de la casa del ayatollah Ali Sistani, y sentarse insólitamente” junto a él, con el único instrumento de una cajita de pañuelos de papel en la mesa entre ambos. Con la misma simpleza y humildad que lo hizo hace dos años, en 2019, cuando se sentó junto al gran imam Ahmed al Tayeb, el otro Pontífice de los musulmanes, líder de la confesión sunita del Islam. Las dos reuniones cierran un círculo y construyen un puente.

Objetivamente, el Estado Islámico se presenta, en esta concatenación de causas y efectos globales potenciados por la comunicación y las redes, como la mayor amenaza a un orden mundial débil (y siempre provisional) generado y aceptado tras las violentas conflagraciones que quebraron la historia en el siglo XX. Las coaliciones militares y los bombardeos lo han marginado, pero de ninguna manera está vencido. El papa Bergoglio se ha empeñado en impulsar una vía alternativa a la del hard power”: una estrategia social y cultural apoyada por el acuerdo entre los que tienen a su cargo la construcción de puentes. Mañana analizaré aquí las principales líneas de esa estrategia.

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