El miedo en los huesos

Por Silvia N. Barei 

El miedo en los huesos

En 1939 dos mujeres llegan a Kabul. Han viajado desde Suiza en un viejo Ford cruzando la mitad de Europa y parte del Oriente Medio. La sed de aventuras se unía a la necesidad de escapar a la rigidez patriarcal de la época y a la asfixiante sensación de vivir sometidas a una férrea disciplina que más que una formación para señoritas” era un purgatorio personal. Escapaban también de la amenaza del nazismo y la guerra inminente, lo que una de ellas llamará la tragedia inevitable”. Son amigas, son amantes, son aventureras, son fotógrafas y coleccionistas, son consumidoras de opio y de haschisch y son escritoras. Se llaman Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart.

La aventura las une y las separa. De este viaje hay registro en los cuadernos de memorias de Ella, pero es Annemarie la que escribe un libro completo dedicado a Afganistán. La ruta cruel” es una novela y diario de viaje en el que el personaje de la amiga aparece bajo el nombre de Christine, y en el que el caótico territorio al que llegan hace de telón de fondo de la historia, que cuenta una relación amorosa fracasada y vierte una mirada sobre un país extraño y dividido. Un país un poco desierto y un poco montaña y un pedazo de cielo a la hora del crepúsculo… pero lo que de verdad importa es que, para las mujeres, casi el mismo sufrimiento”.

En ese lugar remoto, de costumbres y multiplicidades tribales, la reina Soraya Tarzi había pensado por allá por los años 20 que las mujeres no debían usar el velo y los hombres debían tener una sola esposa. Estaba empeñada en un modelo de educación que incluía a niñas y mujeres y con ellas apostaba por una modernización del país. «La independencia -había dicho- nos pertenece a todos y por eso la celebramos. ¿Creen, sin embargo, que nuestra nación desde el principio sólo necesita de hombres para servirla? Las mujeres también deben participar, como lo hicieron en los primeros años de nuestra nación y del Islam».

Por esa época, el reino de Afganistán mantenía relaciones cordiales con Europa, en especial con los ingleses que estaban en la India y con los franceses en Indochina. El rey sucesor, Mohammed Zahir Shah, de cultura francesa y afecto a ideas nuevas, fue quien abrió progresivamente el país a la influencia exterior. En 1937 firmó un pacto con Turquía, Irán e Irak y no se dejó arrastrar a la guerra europea. Su reino duró casi 50 años, hasta que fue derrocado y se estableció la República.

Históricamente, Afganistán había sido el hogar de varios pueblos y testigo de las campañas militares de Alejandro Magno, los árabes musulmanes, los mongoles, los británicos, los soviéticos y los EEUU Unidos junto a los países aliados de la OTAN. Esta nación nunca dejó de resistir y de salir victoriosa, por ello se la conoce como el «Cementerio de imperios».

Los soviéticos se retiraron en 1989, pero la guerra civil prosiguió hasta que, en 1996, los talibán establecieron el Emirato Islámico de Afganistán, basado en su interpretación extremista de la sharía, y ejercieron el gobierno de modo totalitario durante cinco años (1996-2001). En ese momento se vivieron escenas de alegría en las calles porque los talibán habían echado a los invasores de la Alianza del Norte. Pronto se entendió que había poco para festejar, que los nuevos señores de la guerra glorificaban el odio y la muerte y que a la vuelta de la esquina acechaba una nueva pesadilla.

En particular para las mujeres, que vieron sus derechos cercenados, pues se impuso una versión radical de la ley islámica. Ya no hubo ni cara descubierta, ni educación, ni universidades, ni moda, ni peluquería, ni paseos, ni amigas, ni trabajo fuera de casa para ellas.

En 2001, en reacción a los atentados del 11 de septiembre, una coalición entre Europa y EEUU invadió el país para derrocar a los talibán y colocó en el poder un gobierno que diseñó la República de Afganistán. Bajo la precaria protección de los occidentales las mujeres volvieron a recuperar derechos, a trabajar y a estudiar, mostraron sus rostros y caminaron solas por las calles. Al menos en las grandes ciudades. Como sabemos, este 2021 se dio por finalizada la ocupación y el 8 de septiembre el grupo talibán se hizo rápidamente del territorio y del poder y declaró a Afganistán como Emirato Islámico.

Estados Unidos es el invasor que arregló poco y nada, que hizo negocios, que empeoró la situación de la gente y que se fue vergonzosamente dejando al desnudo una catástrofe humanitaria. Leo que una joven les grita enfurecida a los soldados desde una cola interminable tratando de conseguir algún alimento: Si no pueden ayudar, entonces ¿qué hacen acá?”

Justamente es el discurso social en tiempos de hogueras y de odio, palabras en días desapacibles, el que nos deja escuchar recortadas y en entresijos, las voces de algunas mujeres. Digo algunas porque muchas de ellas no tienen derecho a la palabra, son habladas por otros, padres y maridos que dicen que ellas están bien así, que su lugar es la casa, que no hace falta que estudien, que ellos las protegen, que es la voluntad de Ala.

Mientras tanto, de un siglo al otro, volvieron a la memoria de aquellas que sí habían tomado la palabra, la obligación de usar la burka, la prohibición de salir sin la compañía de un hombre de la familia, el recuerdo de cuando eran comunes las lapidaciones y los cruentos castigos corporales -torturas, vejaciones, empalamiento-. De algún modo puede decirse que ha sucedido lo previsible. Está por verse si lo imprevisible también puede abrirse camino.

Porque hemos visto en estos días jóvenes armadas, grupos protestando frente a la sede el gobierno, militantes feministas explicando a la prensa internacional sus temores. Y su dura realidad: Las mujeres están comprando burkas en grandes cantidades en Kabul. Extrañamos la presencia femenina en la televisión y en otros lugares también».

Las más valientes marchan por reclamar la igualdad de derechos. Muchas son (¿eran?) estudiantes universitarias. Estamos aquí para ganar derechos humanos en Afganistán” dice la estudiante Mariam Naiby. La legisladora Farzhana Kochai no sabe si volverá a entrar al Parlamento, porque el nuevo régimen no ha incluido mujeres (a pesar de las promesas hechas a gusto de los gobiernos occidentales): Las mujeres hemos cambiado social, psicológica y políticamente. La mayoría de nosotras nos estamos escondiendo. No podemos ni estar en las redes sociales, no podemos hacer nuestro trabajo, no podemos salir de nuestras casas».

En estos días, la periodista Khadija Amin, recurrió a internet (antes de que lo censuraran) para decir que los talibán la habían suspendido por tiempo indefinido a ella y a otras empleadas de la empresa estatal de televisión. Su confesión estremece: Puedo sentir el miedo en mis huesos”.

El mismo miedo que experimenta Zahira Ghafari, la alcaldesa más joven del país que dice que está esperando que los talibán la maten: «Estoy sentada aquí esperando que vengan. No hay nadie que nos ayude ni a mí ni a mi familia. Solo estoy sentada con ellos y mi esposo. Y vendrán por la gente como yo y me matarán».

Una joven empresaria que vive en la capital afgana y que para protegerse usa el seudónimo de Azada, se muestra escéptica con las promesas del nuevo gobierno: «Azada significa alguien que es libre. Todo lo que quiero ahora es conservar mi libertad y mis derechos. Si no se cambiaron la ropa, el pelo o la barba, ¿cómo pueden cambiar sus ideas?», reflexiona.

Shamsia Hassani es una exitosa grafitera, conocida por sus murales con figuras de mujeres hermosas en las calles de Kabul. Acaba de mostrar hace unos días una nueva imagen titulada Muerte a las tinieblas”, para alivio de sus seguidores. Fue la confirmación de que no solo no estaba presa o desaparecida sino de que seguía trabajando (en un lugar secreto) y dando rostro y cuerpo a las vivencias de las afganas.

Shaesta Waiz es piloto, la primera afgana en serlo: Los talibán -dice- están en contra de todo lo que represento. Soy una mujer que aboga por los derechos de las mujeres”.

En las últimas décadas, el cine también resurgió en Afganistan. Fueron mujeres quienes aportaron grandes filmes al séptimo arte, y Sahraa Karimi es una de ellas. En una carta dirigida al director indio Anurag Kashyap, Sahraa escribió proféticamente hace un par de años: Si los talibán toman el poder, prohibirán el arte. Otras cineastas y yo podríamos ser las siguientes en su lista de objetivos. Nos quitarán los derechos de las mujeres, nos empujarán a las sombras y nuestras voces serán sofocadas hasta el silencio”. La televisión la ha mostrado corriendo por las calles de Kabul, gritando: Vienen a matarnos”.

Para todas ellas el exilio parece ser la única solución, un camino sin tierra, tal vez sin brújula y sin retorno. Si Annemarie Schwarzenbach y Ella Maillart estuvieran en este momento en Afganistán no tendrían seguridad, ni siquiera con sus privilegios europeos, ni encontrarían el oxígeno que buscaron en la libertad de viajar, de crear, de amarse, de separarse, de ir y volver, de elegir la geografía del mundo como destino.

En esta lucha, la activista de derechos humanos Pashtana Durrani le contó a una cadena de noticias que exige respuestas sobre qué derechos de las mujeres rigen ahora y dice sentir necesidad de hablar, a pesar de temer por su vida ella también: «Tengo que pelear hoy, para que la próxima generación no tenga que enfrentarse a todo este conflicto».

Es clave entonces que las mujeres puedan seguir estudiando, trabajando, ejerciendo sus profesiones (médicas y enfermeras lo hacen, aunque no les están pagando), haciéndose escuchar, reconquistando libertades y peleando para no convertirse, una vez más y desde tiempos inmemoriales, en las atropelladas de la guerra.

En 2012, la adolescente Malala Yousafzai recibió un disparo en la cabeza cuando regresaba en autobús de la escuela a su casa en la ciudad de Mingora, en el noroeste de Pakistán. Era claro el motivo del ataque perpetrado por los talibán (protegidos por el gobierno paquistaní): la joven de 16 años se había atrevido a defender el derecho de las niñas a la educación. Sabemos que salvó su vida y está con su familia en el exilio tratando de que se tome conciencia de la situación de muchas mujeres en el Islam. Un niño, un maestro, un libro, un lápiz pueden cambiar el mundo», dijo hace unos años en la Naciones Unidas ante una multitud que la aplaudió de pie.

Un lápiz, un cuaderno, un libro en manos de estudiantes y maestros parecen ser buenas armas de defensa ahora que tanto el talibán como una buena parte de Occidente están escribiendo su propia historia universal de la infamia. O será más bien que las mujeres han leído y entendido claramente y como verdadera, la frase de Siri Hustvedt: Leer y escribir modifican nuestra organización mental, nuestra forma de mirar”.

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