Cumplir es un acto de obligación

Por Benjamín Hairabedian

Cumplir es un acto de obligación

Cumplir es un acto de obligación. Por eso, me gustaría estar escribiendo que la República de Artsakh (zona del Nagorno-Karabaj) “cumple” un aniversario de independencia, o el reconocimiento a su propio destino de un pueblo y una nación. Pero, lamentablemente, no es así: el 21 de marzo pasado se cumplieron 100 días de bloqueo. Bloqueo que comenzó el 12 de diciembre de 2022, cuando supuestos “activistas ambientales” cortaron el corredor de Lachín, el único camino que conecta Nagorno Karabaj con Armenia. La única vía terrestre por donde se puede ingresar alimentos, medicamentos, vestimenta y el único medio para garantizar los derechos humanos básicos en una zona donde es moneda corriente el impedimento de ellos.

El bloqueo no es producto de una manifestación por parte de activistas, como quieren hacer creer. Existe una decisión por parte de Azerbaiyán de cortar el suministro de diversos servicios básicos (como el suministro de gas, en pleno invierno) en una zona donde los paisajes se tiñen de blanco. Además, las telecomunicaciones e internet han sido restringidas, y se ha impedido la reparación de infraestructuras eléctricas.

Hay razones históricas que azotan y condenan a 120.000 personas que viven en el territorio en disputa. El Alto Karabaj ha sido históricamente poblado por armenios, pero Stalin decidió someterlo bajo la administración del Azerbaiyán soviético, cuando Armenia y Azerbaiyán formaban parte de la Unión Soviética, en 1923. Con la disolución del bloque soviético, Armenia ha invocado el principio de autodeterminación del pueblo de Nagorno Karabaj, argumentando que la población tiene derecho a decidir su propio destino y status político. Por otro lado, Azerbaiyán, bajo el paradigma de la integridad territorial, argumenta que es parte integral del territorio, y acusa a Armenia de apoyar y armar a fuerzas separatista en la región.

Las consecuencias de la decisión de Stalin siguen generando repercusiones aún en el mundo post bipolar, como se evidenció en septiembre de 2020, cuando Azerbaiyán decidió invadir y bombardear el territorio de Artsaj. El escenario mundial en aquel entonces era favorable para un Estado con aspiraciones expansionistas. La pandemia de Covid-19 estaba afectando gravemente los sistemas de salud nacionales, y los principales organismos internacionales estaban centrando sus esfuerzos en la distribución de vacunas. Además, EEUU, con intereses en la zona, se encontraba en proceso electoral, con lo cual la acción internacional pasó a un segundo plano. Rusia, histórico mediador en los conflictos que afectan a la población armenia, estaba ocupada con diferentes tensiones internas y externas. Por su parte, la Unión Europea se concentraba en los acuerdos comerciales post Brexit con Reino Unido. Turquía también tomó partida en la situación: llevó a cabo exploraciones de hidrocarburo en el Mediterráneo oriental, lo que encendió luces en Grecia, primero, y en Bruselas, luego. También es importante dentro del pacto turco-azerí resaltar el constante apoyo de Ankara a Bakú, suministrando armas en el conflicto.

En resumen, quienes virtualmente actúan en el concierto internacional se encontraban con una agenda distinta. No obstante, el conflicto toma un descanso cuando Rusia interviene como mediador, equilibrando los intereses de Azerbaiyán y Turquía en la región.

Actualmente, desde Bakú se invitaron a representantes de Artsakh para discutir temas de “integración e implementación de proyectos de infraestructura”. Aquí se pueden leer dos aspectos: la pretensión de soberanía no declina; se afirma que se van a respetar los derechos de la “minoría” armenia. Claro, se habla de minoría cuando se la concibe dentro de un territorio mayor, borrando las huellas histórica, social y política de la población armenia en el lugar. En segundo lugar, relacionado con su discurso de “respeto a las minorías”, se trata de pintar de salvador al victimario, a pesar de que fue Bakú quien cortó los suministros de energía y realiza ataques a los civiles en Artsakh de manera cotidiana.

¿Cuán justo puede ser un proceso de “integración” donde una de las partes es obligada a sufrir carencias? Cualquier aceptación es fruto de una necesidad humana por poder vivir, no de poder dirigir los propios destinos. De igual manera, con mucho pesar, tampoco garantizaría la paz para un pueblo que sigue siendo objeto del genocidio formalizado de manera sistemática en 1915, y que, al día de hoy, se sigue perpetuando con el bloqueo en el Nagorno Karabaj.

No importa cuándo se lo enuncie: cumplir es un acto de obligación. ¿En qué contextos ese cumplimiento es resultado de una decisión libre y autónoma? ¿En cuáles es impuesto? y, especialmente en política, ¿en cuáles, el cumplir se transforma en pragmatismo realista?

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